A un pueblo se le conoce por sus hazañas, por sus actitudes y por los valores que transgreden a partir de los diferentes comportamientos. Desde esa perspectiva, Huelva es esa ciudad que rompe con los patrones de conductas habituales, que desconcierta cuando menos te lo esperas y sorprende positivamente de forma memorable.
Esta ciudad es diferente, con sus buenos y malos momentos, con esa frialdad y dejadez hacía lo suyo y una entrega absoluta en lo de todos. Y no es que me queje, que también, pero me cuesta asumir que mis vecinos puedan identificar la maldad a miles de kilómetros y no percatarse de ella a escasos metros de distancia. Así son la mayoría de los onubenses, son capaces de movilizarse en cuestión de horas para colaborar con el necesitado país de Ucrania en estos momentos tan difíciles, pero se olvidan de los fosfoyesos que tantas consecuencias han tenido, tienen y tendrán en esta ciudad.
No hablo desde la ironía ni intento hacer un símil de dos situaciones completamente diferentes, solo pretendo dar una visión que engloba el perfil de mi gente. Así lo viví en la pandemia, donde Huelva se volcó en todos los aspectos, y así está de nuevo ocurriendo con esta cruda guerra que también nos ha tocado vivir. En situaciones como estas, mi tierra no decepciona, y en pocos días ya ha logrado miles de kilos de alimentos, medicamentos, ropa de abrigo y enseres necesarios para paliar necesidades que están sufriendo los ciudadanos ucranianos. Es imposible negar la buena fe de esta casa, el enorme espíritu cooperativo y colaborativo, algo que me enorgullece, que me hace admirar la capacidad de maniobra tan rápida y eficaz con las adversidades que en pocos años estamos padeciendo.
Hoy mi columna estaba escrita y centrada en la falta de participación que los onubenses tuvimos el pasado día 4 en la manifestación por sus infraestructuras, pero yo también soy onubense.