Ayer, cuando recogía a mi nieto, observé que casi todos los que esperábamos en la puerta del colegio éramos jubilados, mujeres y algún que otro padre, pero pocos. Rodeado de tanta experiencia, mi mente retrocedió a los años que me tocó experimentar los primeros pasos por el aprendizaje. Aprendizaje que no todos los niños de mi edad tuvieron la oportunidad de realizar. Los más jóvenes pensarán que nuestra enseñanza fue deficiente, bien porque las ‘migas’ –actuales guarderías–, eran pequeños cuartitos o casetas de maderas, o porque el Maestro o la ‘Seño’ de turno, no tenían capacidad para desarrollar tan difícil tarea. Nada más lejos de la realidad, porque el coeficiente mental de estas personas, que por vocación se dedicaban a estos menesteres, era de un alto nivel y, aun sin tener información y material adecuado, las mujeres y hombres que ejercían ésta no muy considerada y mal pagada profesión –dos reales de los antiguos el día que se asistía–, hoy debería catalogarse de ‘Enseñanza con Mayúscula’.
Recuerdo que el material escolar era pizarra, pizarrín –las libretas para escribir, la ‘Raya primera’ o manuscrito para leer y lápiz de carbón, se utilizaban cuando se pasaba a las ‘escuelas nacionales’–. Recuerdo que algunos llevaban banquetes de corcho, que por su pequeñez e incomodidad, en Barbate le daban nombre de ‘espantayerno’. Ya podéis imaginarios el porqué de tal definición. Estábamos liberados del material escolar de hoy día: plastilina, acuarela, pinceles, tijeras, compás, cartulinas, y todo lo que se les ocurren a los profesores de turno. Aunque inventábamos nuestras propias distracciones y juegos, y mucho más integradores que esas luminosas pantallas a las que se aferran los niños taciturnos y solitarios. Nosotros creábamos nuestros móviles con dos latas de la lechera o dos cáscaras de nuez – aún el plástico no era tan invasivo–, y un hilo largo que servía de conexión. Había grandes interferencias cuando el hilo era muy largo o los niños jugaban muy cerca, pero sus mensajes eran tan integradores que de alguna manera todos participaban. Eso sí, nos sorprendían aquellas voluminosas maletas que los mayores llevaban colgadas y que parecían paracaidistas.
De aquellas ‘Migas’ quiero destacar a ‘Antoñita la Valenciana’, mujer con personalidad y carácter progresista, tenía condiciones especiales para trata a los niños, estaba situada en la ‘Picota’ junto al colegio de Don Conrado, y fue a la que yo asistí. ‘Seño Pedro el Compás’, desconozco el porqué de su adjetivo, pero su paciente tenacidad culturizó en aquella caseta de blanco encalado a la mayoría de los niños del entorno a la calle Zapal; Oliva la Carambita, que enseñó a leer en aquel cuartito de la calle Once de Marzo incluso a mayores que no tuvieron la posibilidad de aprender; Salvador Parras, marido de Dª. Margarita Maestra Nacional–, que además, era corresponsal del Diario de Cádiz. De él me voy a permitir contar una graciosa anécdota: debido a su cotidiana afición por la ‘Pozá’, un día en el mostrador, su genial pluma voló con la libertad su imaginación, coincidiendo con la temporada del ‘paso’. En su artículo manifestaba que aquí se calaban miles de jilgueros en la temporada. Consecuencia que trajo hasta Barbate a un señor que venía de Valencia con enormes pajareras instaladas en vehículos especiales. Dicho señor, espero durante varias semanas en la Pozá a Parras, pero por lo que pudiera pasar, Salvador no apareció.