El papel lo resiste todo. La literatura nos permite muchas licencias. Nuestra lechera no se parecía en nada a la de la fábula infantil de Félix María de Samaniego, ya que no llevaba en la cabeza el cántaro al mercado, sino que la tenía llena de preocupaciones como consecuencia de la crisis, y ni encontraba trabajo a sus cuarenta y cinco años, ni había fórmula posible de pagar la hipoteca.
No era lo que se dice una persona hábil y con presteza, sino más bien torpe y lenta. Todo aquel aire sencillo y aquel agrado se habían convertido con el tiempo como por arte de un embrujo en artificioso y repugnante, que en lugar de pregonar a los cuatro vientos lo contenta que estaba con su suerte, era un lamento continuo de lo desgraciada y lo desafortunada que era.
Y su actitud era un fiel reflejo de sus pensamientos. De pronto se paró y Aldagracia, que así se llamaba nuestra protagonista, se dio cuenta que paso a paso, estaba destrozando el cuento de la lechera, y entonces decidió que no podía dejarse llevar por el fatalismo y la tristeza, que debía plantarle cara a la realidad con otro talante.
Fue entonces cuando se dijo a si misma, que estaba en su mano cambiar el curso de la historia, y el argumento y el final de los cuentos. Ella era lechera de toda la vida, pero se puso a pensar, que si en aquellos momentos tan jodidos no podían vender leche, tendría que buscar otra salida que le proporcionará dinero para vivir y si era posible beneficios para continuar invirtiendo.
Pero nuestro Aldagracia no pretendía echar a volar la fantasía sin limites ni horizontes hasta romper el cántaro, quería poner unas gotas de sensatez en su presente para poder mantener la esperanza en el futuro, gustaba de deleitarse en un optimismo moderado, ser ambiciosa pero con cuidado, tomar decisiones pero con razones, no abrir sus plumas como un pavo real sino extender su alas en señal de grandeza y humildad.
Le había dado muchas vueltas a la famosa fábula, y había llegado a la conclusión que ante las situaciones de vida, no existe una única solución, que no valen recetas ni fórmulas mágicas, ni glorificar al inútil y satanizar al competente, que es mejor reconocer un mal que nos ahoga, que negar un falso bien que nos anula.
Tras muchas vueltas y revueltas, había decidido darle un final feliz pero creíble, para que nadie lo considerara un tramposo, y sostenía que en el camino había logrado éxitos y fracasos, que había habido aciertos y errores, que en algún momento se había roto el cántaro y había tenido que sustituirlo, que prefería escribir cartas abiertas que epístolas cerradas.
Su vida como la de cada cual había tenido de todo, y hoy podía permitirse el lujo de desenmascarar a los inútiles, quitarle la careta a los hipócritas y hablar con la suficiente claridad para que se le entendiera, eran las ventajas de la edad y la libertad que le proporcionaba no ser dependiente de aquellos que siempre buscan chantajear a los demás para que nadie pueda construir en cada momento su propio cuento de la lechera, ser protagonista del mismo y escribir el argumento y el desenlace que le da la gana.
Cada cual es muy dueño y señor de convertir sus sueños en realidad, si es capaz de ponerle fecha, de colocarlos como objetivos en su calendario, de hacer de una ilusión una meta, ya que si nos atrevemos en la divertida aventura de cambiarnos a nosotros mismos, tal vez el mundo se transformará con nosotros, cual cuento de la lechera.
Curioso Empedernido
El cuento de la lechera

- Juan Antonio Palacios
- Curioso Empedernido
Publicado: 14/12/2010 ·
13:56
Actualizado: 14/12/2010 · 13:56