De mi época de catequista recuerdo un manual que utilizábamos con los niños en la parroquia que se llamaba “La misa no me dice nada”. Era el año del corazón partío y en la pandilla de la hermandad no había otro cd que estuviera presente en cada coche aquel verano ni otra canción dispuesta a ser coreada en las terrazas o en la playa. Terminé por recomendarles que me regalaran un libro al que podrían titular “La música de Alejandro Sanz no me dice nada”.
Algo similar me ocurre con Taylor Swift. Sus canciones me suenan enlatadas, artificiales, sosas, cansinas, sin alma. Tampoco ella me despierta una mínima capacidad de atracción tras esa imagen de chica modélica y comprometida, aunque he de reconocerle su implicación en causas sociales y políticas, incluso su capacidad de influencia en favor del senil Biden frente al afán devorador y manipulador del dinosaurio Trump -toca elegir lo menos malo-. Pero hasta ahí.
Durante un tiempo estuve convencido de que Swift no dejaba de ser como una de esas muchas estrellas de Hollywood que sólo gozan de reconocimiento en su país porque aquí no llegamos a entender ni su gracia ni su talento, caso de Steve Martin, Chris Rock, Pete Davidson o Tina Fey. Lo estuve, hasta esta semana, después de comprobar el alcance del fenómeno fan en Madrid. Me alegro por cuantos han tenido la ocasión de vivirlo en directo y de disfrutarlo. Sólo por el espectáculo merecía la pena haber pagado la entrada por estar allí, como herederos directos de aquellos conciertos de Michael Jackson en los que David Copperfield convertía la puesta en escena en un show de ilusionismo -al final, todo está inventado-.
Quiero entender que mi desconexión con el repertorio musical de Taylor Swift es también una especie de acto de rebeldía, no como excusa por poder hacerme sentir mayor frente a la entregadísima masa que hacía cola a la puerta del Bernabéu, ni siquiera como un arrebato de nostalgia por aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero uno la compara con Madonna, que es por la que en mi época habríamos hecho cola ante cualquier estadio, y no hay color. Su mirada era todo un desafío, su forma de vestir y de actuar un soplo de aire fresco -pese al infructuoso empeño por actualizar el mito Marilyn- y sus letras rozaban la provocación -cuando Gomaespuma pinchaba de madrugada su Like a virgin la traducían “como un virginiano”-; incluso puede que alguno de sus primeros temas sonaran enlatados, pero al final terminó por imponerse la personalidad de una estrella que siempre evitó repetirse.
De cualquiera de las formas, la presencia de Taylor Swift en nuestro país ha sido como la pausa musical que hay en toda película de terror para adolescentes para aliviar los ánimos antes de volver a la montaña rusa de las emociones. Se fue de gira por otro país y volvió la bronca, el barro, que más bien es pergaña, por cómo lo traen puesto de casa algunas de sus señorías, de un lado y de otro -no hay distinción-, basta con que se miren las suelas de los pies; pero es que hasta los que van de dignos flirtean con la desfachatez al decir que la Ley de Amnistía emana de la voluntad del pueblo a través de las urnas, como si el pueblo hubiese sido advertido de su aprobación en vez de hurtado de dicha decisión, para mayor gloria de Sánchez, el hombre que no da puntada sin hilo: ya se ha pedido primera fila para reconstruir Ucrania -con todo lo que eso puede significar-.
A la vuelta de la esquina unas ¿apasionantes? elecciones europeas, tras una campaña desaliñada y plagada de consignas nacionales, a ver si alguien presta atención -que merezca la pena hacer tantos kilómetros-, mientras se dirigen a auditorios llenos de figurantes, porque aquí la gente ya sólo se moviliza para ver a una estrella del pop, sea Taylor Swift, Milei o el papa Francisco, cuyos enemigos se han empeñado en que aprendamos italiano: “C’è già troppa frociaggine”. Y uno se imagina a Bergoglio ante sus infiltrados como al cura que confesó a un pirómano mientras le quemaba la sotana: “Usted lo que es es un hijo de...”