Llega el último mes del año envuelto en ese halo festivo que embriaga cada esquina de nuestras ciudades, condicionándolas con esa sensación manifiesta de “buenas intenciones” que conciencia el ambiente. Diciembre es el mes de la solidaridad, y dicho concepto adquiere un especial protagonismo en estas fechas, en las que reaparecen los más desfavorecidos, iluminados con miles de luces que despiertan las calles. Tiempos mágicos con una narrativa emocional navideña con valores efímeros que deslumbran al son de los adornos que incitan al derroche, pero de manera indirecta, deja esa secundaria idea de ayudar a los demás.
“En verdad”, no es una crítica a dicha voluntariedad, todo lo contrario, pero es triste observar que el bienestar de otros más necesitados es estacional y depende de un calendario, convirtiéndose en un acto simbólico de cierre de año con buenos propósitos. Está claro, que este mes debería ser un modelo referencial para los doce meses restantes, donde seguirá existiendo el hambre, niños sin juguetes, sin material escolar o personas sin hogar.
El frío no cesa en enero y dicha solidaridad no debería apagarse con la iluminación navideña. Así somos en general, tenemos esos momentos de entrega marcados en fechas concretas o ante circunstancias que nos abruman, como ha ocurrido con la dana, pero nuestras conciencias suelen seguir de vacaciones tras gestos grandilocuentes en momentos puntuales.
Con esto no resto valor a dicha buena fe, pero es cierto que convertimos nuestras comunidades en belenes vivientes, llenos de mágico amor responsable, de ayuda y acciones solidarias, a veces, tan artificiales como la propia nieve, donde la verdadera realidad se tapa después de Reyes con los mismos cartones en los que llegan los regalos.