El jueves se celebró el Día de la Felicidad, aunque algunos lo han confundido con perder el sentido del ridículo y otros lo han convertido en excusa para elaborar teorías relativistas acerca de la condición humana. Los primeros, instalados en una farsa globalizadora al ritmo del Happy de Pharrell Williams -inconscientes, supongo, de que el que parte y reparte se lleva la mejor parte-; los segundos, obsesionados con contradecir máximas aplastantes -el dinero da la felicidad- y arropar de filosofía new age nuestras necesidades satisfechas para concluir: la felicidad era esto.
Lo curioso es que tanto para unos como para otros, los españoles somos imprescindibles. No sólo hemos sido los primeros, los más originales y los más copiados en ofrecer nuestra desinhibida contribución a la esfera globalizante dominada por internet con un vídeo musical rodado en Pamplona, sino que nos encontramos entre los países más felices de Europa, por encima de Francia, Alemania o Italia, y no precisamente por tener más dinero que ellos, sino porque vivimos más años y tenemos mejores atardeceres a la orilla del mar.
El análisis ha dado al traste con muchas de nuestras teorías fabuladas en torno a la barra de un bar -donde suele quedarse, también, nuestro coraje-, como la de aquel personaje creado por David Serrano para El otro lado de la cama, el del taxista charlatán, canalla y chuleta, que aseguraba que los países más felices del mundo son aquellos “en los que más se folla”. El ejemplo que daba era Cuba, no España, aunque prefiero no seguir por ese camino porque, en busca de paralelismos, podemos terminar hablando de sadomasoquismo.
En el fondo, lo que se percibe es cierta necesidad fingida de huir de la escena del crimen, contribuir al falso aliento de unos brotes verdes que no terminan de prender en todos lados, y, con la excusa emocional y revanchista de sacarle ventaja en algo a Alemania, hasta de agarrarse a un clavo ardiendo, algo que, por cierto, y en toda su literalidad, debe ser harto desagradable: en esas estamos.
La consgina es: sigamos vendiendo esperanza, como un mandamiento nuevo que, en ocasiones, emana de los templos del poder -qué miedo- y, en otros, de los de cierta razón lastrada, cuando no vencida, aferrada a una responsabilidad colectiva, aunque sólo sea para que no se nos aburra el personal, apenas un intento, una contribución a la causa, que por nosotros no quede, que no nos venza el pesimismo -no me extraña que triunfen los libros de autoayuda-.
El esfuerzo y la voluntad, en cualquier caso, vuelve a recaer en el pueblo, como si viviéramos eternamente en un anuncio de jamón de york; pero detrás de ese empeño sigue estando quien ve cómo su hijo está pensando marcharse a Londres o Berlín, aunque allí sean menos felices que nosotros, en quien tiene que recurrir a un familiar para llegar a fin de mes, en quien ve que se le acaba la prestación y sigue sin encontrar un empleo, en quien se acojona cada vez que a Montoro le da por negar cualquier subida del IVA, o en quien sigue sin ver esa esperanza que otros le venden y él tiene que autofabricarse casi a diario.
Nos quedan los chistes, los grupos de wassap, el anhelo de ganar otro mundial de fútbol, pasear, por supuesto, por la orilla del mar viendo atardecer, darnos la mano, sentir el cambio de estación por el olor que desprende el campo, saborear un vino de Jerez, que la vista se pierda en el horizonte... Y tanto, como que todo eso es gratis, y hasta proporciona su recompensa de felicidad. A veces, hasta dan ganas de levantarse de la silla en mitad de una ceremonia y, como Arrabal, ponerse a gritar “el mineralismo va a llegarrrr”. Un amigo mío lo hizo en una ocasión, y no lo tengo por loco: aquello fue la máxima expresión de una gozosa plenitud, de lo que él entendía como un momento de extasiante felicidad. ¿Se imaginan a un presidente o presidenta, ministro o ministra, anunciando la llegada del milenarismo? La respuesta misma les puede ayudar a entender por qué, en realidad, seguimos sin motivos para estar tan happy como dice ese estudio europeo -ni siquiera la canción, de las que se aborrecen después de escucharla diez veces-.