Cada cual es muy libre de hacer el ridículo si es que le place. El respeto y la consideración que le debemos al prójimo incluyen incluso el sometimiento a sus actos más bochornosos, siempre y cuando no sean delictivos, claro.
Este preámbulo, que busca, como ustedes habrán podido apreciar, poner el parche antes de que salga el grano, viene a cuento porque en las últimas semanas he viajado a dos grandes ciudades, Granada y Sevilla, y en ambas, por entre las riadas de turistas y lugareños, he podido ver a grupos de gansos y gansas celebrando despedidas de soltero o soltera. Suelen ir en grupitos de ocho o diez, aunque algunos son más numerosos, dependiendo, supongo, de la cantidad de amigos del doliente o la doliente.
Y empleo el adjetivo doliente porque más parece que el chico o la chica que van a contraer matrimonio vayan a ingresar en un convento de clausura o se vaya a ir a vivir a un desierto. Beben y cabrean como si en su ya inminente vida matrimonial no fuesen ni a beber ni a cabrear nunca más. Mocetonas vestidas de misses, con faja en el pecho y descomunales penes de plástico sujetos a la cabeza a modo de turbantes. Zagalones vestidos de flamenca y dejando ver unas piernas peludas, o con camisetas alusivas al bodorrio, berreando por las calles, haciéndose sélfies en posturas acrobáticas, echándose al morro botellas de refresco llenas de alcohol. En fin, una auténtica mamarrachada que los transeúntes acogen con indiferencia unas veces, y con indignación otras, porque sobre todo en Granada ya son una plaga de fin de semana. Precisamente en esta ciudad, vimos una de esas despedidas donde el novio iba subido en un burro, pobrecillo.
Allá cada uno, como decía, con su forma de encarar los actos que planea, imagino que voluntariamente. Pero no se explica ese afán por apurar en una sola noche toda la alegría que el matrimonio pudiera arrebatarles. Si tan mal creen que van a estar, que no se casen y ya está. Al matrimonio, nos dice el sentido común, hay que ir alborozados, felices de emprender una nueva vida plagada, por supuesto, de compromisos y responsabilidades, pero plena de satisfacciones también.
Las despedidas de solteros empezaron como unas fiestecitas moderadas, entrañables, donde los amigos agasajaban a los contrayentes unos días antes del gran agasajo de la boda. Lo que ocurre es aquí lo desmadramos todos y al final hemos acabado en estas barrabasadas ruidosas y zafias de las que, imagino, acaban arrepintiéndose tarde, cuando ya se han subido a Facebook las fotos más ridículas de este mundo. De todas formas, y ya hablando de la boda, que sea para bien, como decimos por aquí.