Una de las irrepetibles novelas de aventuras que leí cuando niño -y que todo niño debería seguir leyendo- es Las minas del rey Salomón, de Rider Hagard. Uno de los pasajes que mejor recuerdo es el del eclipse de luna, que sirve a Alan Quatermain para salvar el pellejo tras ser apresado por una tribu africana. Lo que no dejaba de ser un fenómeno natural, se convirtió en una mala premonición para aquellos caníbales, una especie de maldición convocada por aquel tipo tan extraño. En realidad, más que un maldito, Quatermain era un tipo con suerte: si hubiese llegado dos días antes al poblado, no lo cuenta, y ése hubiera sido su fin y el de la novela, de no tratarse de una ficción.
Los eclipses de luna, y los de sol también, no guardan ya misterio alguno en ningún lugar del mundo. Todo lo contrario; se han convertido en un acontecimiento social, histórico en cada ocasión, como un Madrid-Barça. Lo fue el de este viernes -el más largo del siglo, dijeron-. Yo, que vi el cometa Halley cuando tenía 13 años, con la sospecha de que no lo volvería a ver en su próxima visita al balcón de la Tierra, acompañé en esta ocasión a mi hija de 13 años al exterior para que presenciase el fascinante filtro de sangre sobre la luna, como bañada en vino tinto, y que tuviera en cuenta la advertencia científica.
No éramos los únicos, otros padres miraban hacia el cielo para explicarles a sus hijos más pequeños cómo iba evolucionando el paisaje lunar. Jóvenes y mayores también seguían la transformación del eclipse, algunos hacían fotos, y no cuesta imaginar que desde algún balcón o azotea habría vecinos apostados con prismáticos o telescopios para disfrutar de la vista. La luna convertida en la excusa perfecta para mirar hacia otro lado, que es lo que solemos hacer cuando no la tenemos: la excusa, no la luna.
La luna de sangre del viernes fue una vía de escape, una forma de abrir una grieta en el tiempo, en la que participamos a la vez, y desde diferente lugar, millones de personas, como convocados para un anuncio de Coca Cola. Dicen que el espectáculo era insuperable a mar abierto. A lo mejor habría que preguntarle a los cientos de personas que aprovecharon la noche para embarcarse en una patera a través del Estrecho. Afortunadamente, no fue lo último que vieron en sus vidas, gracias al trabajo de los profesionales de Salvamento Marítimo, e incluso a los bañistas de la playa de Zahora, que ayer mismo dieron agua y comida a los inmigrantes que llegaron hasta la orilla en una barcaza sin apenas fuerzas para saltar y pisar de nuevo tierra firme.
Como con el dinosaurio de Monterroso, cuando bajamos la mirada de la luna, los problemas seguían aquí, entre nosotros. Me cuentan, personas que están viviendo de cerca el drama humanitario, que algunos alcaldes y políticos han comenzado a exagerar en sus reivindicaciones, y que, como Pedro Sánchez con el Aquarius, ahora toca emular gestos, y romperse la camisa si hace falta para hacer valer el papel que están desempeñando. Las cifras, de momento, justifican la alarma: ya han llegado a nuestras costas el mismo número de inmigrantes que en todo el año pasado; pero lo verdaderamente sonrojante es que ya en el mes de febrero se alertara de la previsible situación y, llegado el momento, se estén tomando decisiones sobre la marcha y sin el respaldo necesario de Europa ni de Marruecos, que parecen pendientes de un eterno eclipse lunar o como quiera que ellos llamen a eso de mirar hacia otro lado, una vez más.
En éstas, como en muchas otras cuestiones, conviene siempre dejarse asesorar por los que mejor saben y, más aún, intervenir según sus evaluaciones. En la frontera con Ceuta, por ejemplo, quien más sabe de seguridad, son las fuerzas del Estado allí destacadas. Esta semana, por fin, muchos habrán recapacitado acerca de su labor y de su propia y necesaria seguridad, que no se fortalece, precisamente, desde el buenismo, esa cosa tan mal entendida y que, como muchas otras de semejante calado, se siguen alimentando desde el énfasis del que debe ser pensamiento único.