Cuando era joven, después de haber pasado toda la infancia con figuras de indios ridiculizados, siempre los malos, los desalmados, sin ningún atisbo de civilización, no pude resistirme y leí todo lo que de los indios norteamericanos cayó en mis manos, cosa que debo agradecer a la librería La Luna, que fue quien me los buscó. En estos libros aprendí que si una mujer sioux deja de amar a un hombre, sólo tiene que comunicárselo y abandonar su tippy. No es que no fuera un proceso doloroso, como nuestros divorcios de hoy, pero era educado. Como éstas, tantas cosas que me produjeron una profunda admiración por los indios norteamericanos, sobre todo su amor por la naturaleza y la libertad, fueron incapaces de venderles a los europeos la idea de ecología y era porque ellos no vendían tierras, ni arboles, los disfrutaban con respeto. Había una cosa muy triste que les pasaba en relación con esto. Cuando los encarcelaban, no podían soportar el encierro. Pensaban que era para siempre, que iban a carecer de libertad, entonces se ovillaban, dejaban de comer y de beber y se disponían a morir. Los europeos, que estábamos acostumbrados hasta a encarcelar niños, no comprendían lo que consideraban una debilidad.
Pero es que la muerte tiene sus cosas. Ha habido esposas y madres muy graves que no se han resistido a morirse hasta que han llegado sus seres queridos. Hay personas que mueren días después de ser ingresados en un geriátrico, para ellos ese era su fin. Hay niños que realizan complicadas actividades, como las de “la ballena blanca”, que les infringen numerosos sacrificios y dolores, para acabar con sus vidas. Esperan todo ese tiempo previo para un final que ya tienen claro.
Hay una muerte en espera, la persona no se considera preparada, algunas veces verbaliza el qué, otras piensan que sus días no han terminado sin darle explicación a nadie. Hay milagros cotidianos como el que oí el otro día, que le había pasado a la narradora de cuentos Ana Griott. La contrataron en una residencia para personas mayores. Ella todos los días contaba un cuento y dejaba otro a medias. A los ancianos les encantaba, estaban allí todos preparados para escucharla (“es maravillosa, nos encandila a todos”). Un día la llamaron de dirección y creyó que la felicitarían, pero fue para despedirla. La mortalidad había descendido y había muchos solicitantes a la espera. Ana Griott, que posponía la muerte, no era rentable.