El espacio personal no se ve, pero existir, existe. Hay personas que necesitan poco y otras, al contrario, lo amplían mucho. Esto se hace evidente en un ascensor, cuando hay quien pone mala cara cuando se sigue subiendo gente y luego se baja la primera a golpe de codos.
No siempre se tiene consciencia de su existencia y algunos lo olvidan tanto, que cuando te hablan, es inevitable que su saliva salpique tu cara. ¿Qué sentirán estas personas tan cercanas en la situación actual? ¿Habrán cambiado su percepción de este espacio?
Lo veremos este verano en la playa. Ese lugar donde tus pies lindan con la sandía del otro. Tengo severas dudas de que queramos repetir estas cercanías. Habrá malas caras después de que, una vez clavada la sombrilla, otro venga y la ponga a un metro. ¿Se preferirá el apartamento al hotel con todo incluido, con butacas encajadas unas a otras? ¿Las colas del buffet libre desagradarán?
En vez de ir todo el mundo a comer a las tres, como siempre, algunos preferirán la una de la tarde y estrenar cada día las mesas y las fuentes de comida. Si triunfa esa idea, puede que la hora masiva sea la primera.
Me quedan muchas dudas sobre los cambios que van a producirse en la masificación. Habrá que triplicar la fe para decidirse a meterse debajo de un paso de Semana Santa.
El espacio personal amplio suele ser de consumo privilegiado. El coche grande que te separa un metro y medio del chófer. Vivir como si siempre hubiera habido crisis víricas. El trabajador de ciudad, en cambio, va a su puesto de trabajo en metro, no tiene opción al espacio propio, se ve obligado a compartirlo.
¿Se olvidará la gente pronto de esta situación de miedo al otro? ¿Esas ganas de abrazar se quedarán en el círculo más cercano? El mundo cambia en aspectos imprevisibles. Empezamos a tener conciencia de necesitar espacio, quién sabe si estamos abriendo espacios de conciencia.