Hace unos años, Anna Gabriel dijo algo en los medios que levantó algunas ampollas y formó cierto revuelo tanto en las redes sociales como en el debate cotidiano: hablaba de la necesidad de criar a los niños en comunidad. No sé si realmente el problema está en el ejemplo que puso, aludiendo a ciertas tribus, o si el problema era quién lo decía y su filiación política: Anna Gabriel fue diputada por la CUP en el Parlament de Cataluña y tomar en serio a una persona por ser independentista no es algo que se estile por estos lares. Tampoco estoy seguro de si lo que temían aquellos que reaccionaron con la mofa o la ira era que sus hijos se criaran en taparrabos (que algunos confunden el ejemplo con la propuesta) o que se les rompiera su esquema individualista (a mi hijo lo educo yo). Sin embargo, no es descabellada la idea: así nos hemos criado los que fuimos niños en los ochenta y noventa en media Andalucía (y de décadas anteriores también) y no nos ha ido mal del todo.
Hay bastantes motivos por los que la crianza en comunidad molesta a algunos, sobre todo a los que no saben qué es. Yo me crié en el barrio de La Casería, concretamente en lo que entonces se conocía como Patio del Algarrobo (el conjunto que forman el Callejón del Algarrobo y el Callejón de la Marina actualmente). Los de mi generación éramos los niños de todos los vecinos. Jugábamos en la calle, cuando no había tanta estupidez reflejada en cartelitos de “Prohibido Jugar a la Pelota”. Cada vecino podía llamarnos la atención cuando hacíamos una trastada o podía enseñarnos algo (podíamos preguntar cuando un vecino, por ejemplo, cosía la red de sus cangrejeras en la puerta de su casa). Algo tan sencillo, tan añejo y entrañable como eso, sería el mejor ejemplo de lo que proponía realmente Gabriel. Como ven, no es descabellado: de hecho, muchos de los valores que hoy echamos en falta los aprendimos así.
Hace muchos años, trabajé como vendedor en una empresa que vendía azulejos y pavimentos, aparte de accesorios y griferías para baños y cocinas. Una pareja entraba con su hija de corta edad. La niña, en su lógico afán de juego, correteaba por la tienda y mi compañera le llamó la atención: había escobilleros y otros artículos de vidrio que, en caso de romperse, podían hacerle daño. La madre se volvió hacia mi compañera: “si no te importa, me lo dices a mí”. Sin corregir ni reprender a su hija, siguió mirando por la tienda. Ahí radica un problema educativo que tenemos hoy en día: algunos progenitores no educan ni protegen a sus hijos, sino que tratan de preservar su ego como padres. Si la corrección viene de alguien que no sean ellos, no se aplica y su vástago crece con cierta sensación de impunidad: “¿quién eres tú para decirme nada?”, contestan cuando cumplen unos años más. Ahí se pierde la enseñanza del respeto, del tener cuidado porque hay cristales, del comportarse cuando se va a alguna parte...
También es cierto que, cada vez más, se pierde el sentido de comunidad. En mi etapa de comercial de seguros, a veces preguntaba a un vecino por algún asegurado si, tras varios intentos, no daba con él. Era demoledor cuando el vecino te respondía “no tengo ni idea, ni sé cómo se llama”. ¿Vives pared con pared y no sabes cómo se llama? Sé lo que pueden estar ustedes pensando en este punto y no, no era precisamente un caso puntual. ¿Quién no se ha encontrado la típica noticia del tipo “hallan a un hombre muerto hace tres meses en su casa; el mal olor alertó a los vecinos”? Ya es triste que nos hayamos vuelto tan individualistas como para no echar en falta a un vecino que hace siglos que no ves por la calle y que nos tenga que alertar el mal olor de un cadáver putrefacto para que, al menos, tenga digna sepultura.
Pues esto es lo que hay, señores. Que la educación no es sólo cosa de las escuelas pero hay muchos padres que no realizan esa labor; que la educación en comunidad es la que nos daba esos valores que hoy añoramos; que, para poder educar en comunidad, hay que recuperar el sentido de comunidad; y, por último, que hay que conocer a los vecinos y llevarse bien con ellos. Debe ser que me he criado en un tiempo en el que ser vecino era un grado más de parentesco, que nos ayudábamos entre todos cuando venían mal dadas, que la olla de puchero nunca era pequeña por más pequeña que fuera y siempre había alguien para echar un vistazo al niño mientras se hacían los mandados. Pero me daría mucha pena tener que oler mal para que algún vecino supiera que me he muerto. Quizá ese vecino sea la alegoría de esta sociedad sin valores.