En el centro del llamado Caribe Colombiano, a la altura geográfica de Nicaragua, se encuentra un islote que apareció por primera vez en los mapas en el año 1545. Era un mapa holandés, sin demasiado rigor, pero lo situaba de manera bastante exacta. Más de cien años después, en 1669, fue cartografiado por barcos ingleses y se le colocó de manera precisa, dándosele el nombre de Cayo Serrana, con el que también aparecía en el mapa holandés.
Un “cayo” suele ser un atolón arenoso, deshabitado por falta de condiciones necesarias para la supervivencia de las personas. Modernamente, muchos de estos “cayos” están plagados de hoteles, aprovechando la extraordinaria belleza del lugar y de las aguas que los rodean.
El nombre del islote, que tiene quince kilómetros de ancho por treinta y siete de largo se debe a un ilustre morador que durante ocho largos años fijó allí su residencia, aunque conveniente es decirlo, por causas muy ajenas a su voluntad.
El Inca Garcilaso de la Vega, el cronista peruano nacido en 1539, considerado el primer mestizo de el Perú, en el Libro primero, Capítulo VIII de su obra cumbre, Los Comentarios Reales, en la que fundamentalmente trata del pueblo inca, incluye la historia del náufrago Serrano.
Es curioso cómo, casi con calzador, el Inca Garcilaso desliza esta historia en un capítulo que titula La historia del Perú, en donde hace una descripción del país y su situación y, sin venir a cuento y porque el capítulo se le ha quedado corto, según llega a reconocer, acomete la historia que ahora me propongo contar.
En el año 1526, Pedro Serrano es el capitán de un patache, embarcación de dos palos, de muy ágil navegación, poco calado y muy similar a una goleta, en la que navega desde La Habana hasta Colombia, trasportando mercaderías y a la vez haciendo labores de guardacostas, para las que este tipo de embarcación era muy utilizado, dadas sus condiciones marineras y su maniobrabilidad.
Una tremenda tempestad tropical desvió la embarcación hacia unos bajíos de arena, en donde encalló, encargándose el temporal de destrozar totalmente lo que quedaba del barco.
De su tripulación, solamente el capitán y dos marineros, consiguieron llegar nadando a tierra firme, un islote que no figuraba en las cartas de marear y que a pesar de su belleza, era una tierra inhóspita en donde la supervivencia resultaba en extremo difícil.
De las tres personas que consiguieron llegar a la isla, asidos a algunos restos del naufragio, uno de los marineros murió en pocas horas, de tan exhausto como se encontraba y Pedro Serrano y el otro marinero, cuyo nombre no se ha conservado, contemplaron con desolación que en aquella isla la vida no les iba a resultar nada fácil.
En primer lugar carecían de agua dulce y aparte de palmeras y matorral, no había otra vegetación: ni un árbol frutal, ni plantas bulbosas, cuyas raíces fueran comestibles, ni nada de nada. Solamente los productos de la mar eran aprovechables, pero la principal preocupación de los náufragos era la falta de agua.
Pasada la tormenta que provocó el naufragio, la isla recobró la calma, el mar se tranquilizó y los náufragos emprendieron su lucha contra la muerte por inanición que les amenazaba.
Pescaron cangrejos y peces, que en abundancia se acercaban a las playas y construyeron, con materiales procedentes del naufragio y otros que el mar iba arrojando a las playas, un depósito en donde almacenar agua, para cuando hubiera lluvia, única forma de obtener el preciado líquido.
Entre las escasas pertenencias que poseían, un cuchillo que Serrano siempre llevaba al cinto, se reveló como la más preciada herramienta. Con él consiguieron dar muerte a las enormes tortugas marina que empezaron a aparecer en la playa y a la que se dirigían para depositar sus huevos.
Bebieron la sangre de la primera tortuga que cazaron y comieron su carne, parte fresca y parte convertida en tasajo, para lo que la cortaron en tiras que secaron al sol y para ellos quizás lo más importante, fue usar el enorme caparazón como un depósito de agua.
Durante la época en la que las tortugas estuvieron apareciendo en la playa, su alimentación estuvo asegurada y con las conchas hicieron acopio suficiente de agua procedente de las muchas tormentas tropicales que azotaban la isla.
A menudo recorrían la isla en busca de algo que les fuera útil, pero ni siquiera encontraron piedras con las que construir un cobijo o de las que sacar chispas con las que pudieran encender un fuego.
Tuvieron que buscar en el mar, en su mayor parte de fondos arenosos, hasta que, por fin, encontraron cantos a los que poder sacar chispas golpeándolos con el cuchillo de Serrano.
De las escasas vestimentas que aún poseían, deshilacharon alguna camisa y construyeron una mecha, la cual consiguieron prender y hacer fuego en el que cocinar los productos del mar y, sobre todo, hacer señales a los barcos que, muy de tarde en tarde, divisaban a lo lejos, casi en el horizonte.
Pero hasta mantener el fuego era un problema por falta de material combustible, de manera que, a veces, pasaban verdaderas penurias para poder alimentar un rescoldo que se afanaban en mantener.
Sin noción del tiempo, perdido el poco ánimo que les quedara, desnudos por desgaste de la escasa ropa que tenían, con barba y melena que al pecho les llegaba, veían pasar los días, las temporadas de calma y tormentas tropicales, y lo que era más descorazonador, las velas de los navíos que, en la misma ruta que ellos llevaron un día, pasaban a lo lejos sin llegar a ver el humo de la fogata que, cada vez que una vela aparecía en lontananza, ellos avivaban para echar, luego, ramas verdes que desprendieran humo negro que desde lejos no se pudiera confundir con una nube.
Un día, tras una tormenta que llevó vientos huracanados a la isla, apareció en la playa un esquife en el que dos marineros habían conseguido salvarse del naufragio que días antes habían sufrido.
Pedro Serrano divisó a uno de los marineros y pensó que era el demonio que venía a tentarle. El marinero divisó a Pedro Serrano y no le cupo dudas de que se trataba de un demonio, desnudo y con una pelambrera impropia de cristiano.
Ambos corrieron el uno del otro, encomendándose a los santos y fue eso lo que los hizo comprender que, además de hablar la misma lengua, ambos estaban poseídos del mismo temor.
El marinero recién llegado detuvo su alocada carrera y se volvió para encarar al demonio peludo que tanto terror le infundía y, como un poseso, comenzó a recitar el Credo, el Padre Nuestro y las Ave Marías.
Pronto comprendieron que se trataba de compatriotas y explicaron la situación de cada uno. Luego, el marinero que con Serrano se había salvado del naufragio, decidió, con uno de los dos que llegaron a la isla, aprovisionar el esquife, reparar los desperfectos que presentaba y emprender viaje hacia el Oeste, en la ruta que llevaban las naves que veían en el horizonte y dirigirse a tierra firme, en donde buscar ayuda para venir luego a rescatarles.
Cuando Serrano quedó en la isla con el otro, del que tampoco se tiene constancia ni de su gracia ni de las circunstancias de su naufragio o su procedencia, comprendió que había perdido y mucho con respecto a su anterior compañero de infortunio.
El nuevo inquilino de la isla resultó ser pendenciero, intransigente, agresivo, gandul y mal compañero, hasta el extremo de que al final hubieron de dividir el territorio y no pisar uno en tierra del otro.
Mucho se fueron complicando las cosas hasta que hubieron de llegar a las manos, cuando el recién llegado dejó apagar el fuego que mantenían a costa de su propio descanso y no pudieron hacer señales a un navío que pasó muy cerca de la costa.
Cuando Serrano llevaba ocho años en la isla, acertó a pasar muy cerca un navío que divisó el humo de la fogata y, deteniéndose, arrió un bote que llegó hasta la playa y recogió a los dos náufragos.
La historia que contaron llenó de sorpresa al capitán del navío y a su tripulación, la cual atendió a los dos sobrevivientes con tanto mimo, que el marinero pendenciero murió a bordo y pocos días después, posiblemente como consecuencia de un tremendo empacho, por haber comido y bebido sin tasa ni medida.
Pedro Serrano llegó tiempo después a España y desde aquí se dirigió a Alemania en donde se encontraba el Emperador Carlos y su historia hubo de contarla miles de veces y en todas las ciudades y casas en la que era acogido.
El emperador le obsequió con una renta de cuatro mil pesos que el desdichado Serrano no llegó a disfrutar, pues murió camino de Panamá, en donde había decidido asentarse.
Dice el Inca Garcilaso que esta historia se la había oído contar a su informador y amigo Garcí Sánchez de Figueroa, el cual había conocido personalmente a Pedro Serrano y él le había narrado su historia.
Tengo que decir que en el relato del Inca Garcilaso, no se menciona que Pedro Serrano se salvase junto con dos marineros, sino que fue él superviviente único del naufragio, pero en otras documentaciones que he manejado para construir esta historia me he encontrado con estos otros personajes que dan mayor credibilidad a la historia y por esa razón, y no otra, he mezclado en una misma copa las dos esencias de las que he bebido.
Es una historia bonita, pero casi todo el que lea esto tendrá la sensación de que es poco original.
Es cierto que se produce esa sensación pero esta es la historia original; la otra, la que nos parece que inspira este relato, no es, sino al contrario, la que ha bebido de estas fuentes, porque, tal como estaremos imaginando, Daniel Defoe, el autor de las Aventuras de Robinson Crusoe, se inspiró en este relato para escribir su novela.
En éste y en otro personaje que también llegó a vivir una aventura singular. Se trata de un marino escocés llamado Alexander Selkirk.
Pero nada de heroica tiene la saga del escocés, el cual nació a finales del siglo XVII. A principios del siguiente siglo, cuando tiene lugar la Guerra de Sucesión Española, Gran Bretaña recluta gran cantidad de jóvenes para que se embarquen el los buques corsarios que constantemente hostigan a los galeones españoles. En el navío denominado Cinque Port y como timonel, se enrola Alexander Selkirk, a las órdenes del Corsario William Dampier.
Tras una epidemia de escorbuto y por las malas condiciones en las que se encuentra el barco, Selkirk decide abandonarlo en el archipiélago de Juan Fernández, en medio del Pacífico y en una isla desierta, en la que logra sobrevivir.
Una chalupa lo acerca tierra y le dejan un mosquete, un poco de pólvora, un cuchillo, algunas herramientas y una Biblia.
Algo de razón tenía el escocés, pues poco tiempo después el Cinque Port se hundió. Pero llevar razón no hace más agradable la vida y en aquel islote, Selkirk tuvo que pelear contra todo. Solo, con escasos recursos y mucha imaginación, durante cuatro años y cuatro meses, se empeñó en luchar contra la adversidad y por su supervivencia, hasta que fue recogido en febrero de 1709, por un navío corsario inglés llamado Duke, cuyo capitán, Woodes Rogers, al conocer su historia, le tomó en gran estima, nombrándole oficial en su nave.
Selkirk murió de fiebre amarilla el 13 de diciembre de 1721, cuando servía como teniente en la fragata británica Weymouth.
La isla en la que vivió durante cuatro años, recibió, el 1 de enero de 1966, el nombre de Isla Robinson Crusoe y al mismo tiempo, la isla más occidental del archipiélago Juan Fernández, se empezó a llamar Alexander Selkirk, aunque es seguro que el ilustre inquilino jamás vio esta isla ni siquiera de lejos.
Una curiosidad más, para terminar esta historia: El Inca Garcilaso murió en Córdoba el día 23 de abril de 1616, la misma fecha que Cervantes y Shakespeare, aunque éste murió días después, pero esa será otra historia.