Corro el riesgo de que más de uno me ponga a parir por las opiniones de las que me voy a hacer eco a continuación, pero lo asumo. Tampoco es la primera vez –ni será la última– que me expongo a que se me acuse de antipatriota. Gibraltar, señores, no es territorio del Reino de España. Independientemente de que haya quien todavía no se ha dado por enterado.
Dejó de serlo allá por 1713, tras la firma del Tratado de Utrecht, y no es en absoluto relevante el mayor o menor valor, la mayor o menor vigencia, que ha dicho tratado desee otorgársele, según convenga. Otra cosa es que lo fuera –territorio del Reino de España, quiero decir– en el pasado y que haya una legítima aspiración de la Corona española a recuperarlo, cuando las circunstancias lo hagan posible, espero que no a pesar sino con el beneplácito del pueblo que lo habita. Poca o ninguna importancia tiene hoy día el hecho de que el Peñón fuera tomado mediante una operación de piratería encubierta y en el marco de una guerra no declarada.
Viene a cuento lo expuesto por lo que pienso sobre el tema que ahora está en el candelero. El del conflicto pesquero que vuelve a enfrentar a la Administración española con la gibraltareña. Tal vez no sea políticamente correcto, pero he de decir, y no es que me alegre de ello, que discrepo con el discurso oficial mantenido a este lado de la Verja. Las aguas que rodean al Peñón son aguas cuya jurisdicción corresponde a Gibraltar. Apelar al artículo X del citado tratado para defender la tesis contraria, además de carecer de fundamento, constituye un error de bulto en el que precisamente nuestra diplomacia no debería caer, por la sencilla razón de que podría resultar contraproducente.
También Utrecht supuso la cesión de la soberanía de la Roca a perpetuidad y, aun así, el Estado español no renuncia a ella.
El acuerdo que hace tres siglos suscribieron el Rey Católico –de España, se entiende– y Su Majestad Británica no hace mención a la cuestión de las aguas territoriales simple y llanamente porque por aquel entonces dicho concepto no existía tal y como lo conocemos, al menos desde el punto de vista legal. Es verdad que se venía barajando como idea desde el siglo XVII (Grocio, con su Mare Liberum, por un lado; Selden con su Mare Clausum, por otro), pero no es hasta mediados del XVIII que no se desarrolla a medida que se avanza en materia de Derecho Marítimo Internacional.
En cualquier caso, para quien les escribe lo que está claro –y la experiencia así lo demuestra– es que no se pueden afrontar los problemas cotidianos entre campogibraltareños y llanitos derivados de este viejo contencioso como si se tratase de una pelea de gallos, sino con el mayor de los pragmatismos. El mismo pragmatismo que inspiró los acuerdos de Córdoba que en su día se suscribieron. La situación de Gibraltar quizá se mantenga tal como ahora otros 300 años. No lo sabemos.
Lo importante es que esa situación no sirva de pretexto para conflictos y tiranteces entre dos poblaciones vecinas que deben y quieren entenderse. No lo podemos permitir. Ayer les tocó a los ex trabajadores, hoy otra vez a los pescadores de La Línea y de Algeciras, mañana quién sabe.
Aprovechar cualquier ocasión que se presente para poner encima de la mesa el debate sobre la españolidad de Gibraltar quizá sea una exigencia de la política de gestos a la que están obligados a jugar quienes gobiernan, pero resulta un tanto anacrónico en estos tiempos que corren.
Creo no andar muy mal encaminado si digo que a la mayoría de los ciudadanos que vivimos a uno y otro lado ese tema no es el más que nos preocupa precisamente, aunque haya quien esté interesado en que lo parezca. Es más, estoy plenamente convencido de que el hecho de que el príncipe Eduardito y su consorte –por poner un claro ejemplo– hayan estado de visita por la Roca esta semana en realidad a la gente –con perdón– como que nos la trae floja…