Cocinar está de moda. Hace unos años la petit cuisine consolidó la cocina de autor y es este concepto el que prima sobre un plato. En la actualidad hay un intento de vuelta al fogón, a las comidas de cuchara, ya que algunos menús las incluyen como algo excepcional. En algunos restaurantes, a vecs, el saludo del “chef” viene acompañado de un cucharón de potaje antes de los entremeses, dejando entrever que por muy largo que sea el nombre del plato elegido, ni los adornos ni las salsas exóticas eliminarán lo tradicional. Lo de comer sano se ha tomado muy en serio y es la respuesta recurrente de todo aquel que adelgaza o está en proceso de perder esos kilos que le sobran. La pregunta es qué se entiende por comer sano y si esta disciplina se limita al plato y no al vaso.
Cuántas veces hemos asistido a una comida compromiso, ésa en la que conocemos a cuatro de los más de doscientos que allí se han reunido y oímos repetidamente “no, gracias” al jamón, a las croquetas, al revuelto y al solomillo a la pimienta y “sí” a secas al ofrecimiento del vasito helado con vodka caramelizado seguido de un whisky. Se podría deducir que es más fácil o más llevadero renunciar a la comida que a la bebida. Y con tanto comer sano, tanta dieta y pastillas para contrarrestar los excesos, resulta un tanto paradójica esta vuelta a los fogones, este afán por la originalidad. Al menos es lo que se desprende del nuevo concurso de la Uno.
Bien claro lo dejó el jurado, quieren que los concursantes los impresionen. Será porque ellos no lo consiguen, aunque quieran parecerse al patoso que se oculta tras las gafas brillantes, el que anda despotricando por una de las cadenas privadas. Daban risa sus caras, como las de los ninots de las fallas, abotagadas y retocadas. Un comportamiento sujeto a un guión, sin naturalidad alguna. Surge la duda, si los concursantes también actuaban, si las lágrimas se derramaban por imposición y no por emoción o frustración. Dejando a un lado estas cuestiones, lo cierto es que preparaban cosas muy apetecibles, muy bien presentadas y aun así afirmaban que estaban allí para aprender. Cierto que los días nos enseñan, que los terminamos con esa sensación aunque no nos demos mucha cuenta, pero en el caso de este concurso, el aprendizaje de estos hombres y mujeres va mucho más allá de los fogones. Cocinar sin limitación temporal, por pura distracción, por el mero hecho de descubrir el arte que la tarea conlleva es posible cuando hay ratos que llenar. Lo realmente difícil es dar, ofrecer o demostrar ese arte cuando los minutos apremian. Ahí es donde está el cocinero por muy “chef” que lo quieran llamar. El objetivo de cocinar es el placer de comer y saborear lo preparado. Por el camino se abren paso la teoría, la personalidad, la destreza, la improvisación, la imaginación, en fin, cualidades que están en el plato que ponemos o reposa ante nosotros.
El final de la hablilla, inevitablemente, mira hacia atrás, a las comidas que nos daban en casa, la teoría que enseñaron nuestras abuelas a nuestras madres, la personalidad que ellas pusieron en esas recetas, la destreza al prepararlas en un momento, la improvisación por los imprevistos de unas anginas, la imaginación para disfrazar la ración cuando no teníamos apetito. En este “reality fogonero” los aspirantes no aprenderán estas cosas.