Si hay algo que muestra el poder sin tasa de nuestros políticos en el gobierno, todo el poder, el poder desnudo, no es precisamente encabezar las procesiones, relamerse de gorra con las exquisiteces de nuestros cada vez más afamados restoranes, entrar de válvula a los toros o levantar la mano cual resorte suizo en los plenos de la Casa Grande. No; nada de eso. Tampoco se ambiciona la concejalía por aquella extraña relación que siempre existe entre el socorrido boquete municipal y el pariente ocioso.
Si hay algo verdaderamente grande en el desempeño del cargo de concejal es la segura disposición de aparcamiento de once de la mañana a dos de la tarde en el mismísimo centro del que tal vez sea el lugar del mundo donde menos metros de estacionamiento libre quedan por habitante.
Nada causa mayor envidia que ver esos coches mimados —dos, a veces tres— señoreándose de la entrada de la Casa de la Cultura con la impunidad que, a lo que parece, da ser de los que mandan y poder restregarle el paragolpes por el morro a las funcionarias eficientes que allí trabajan. Eso de llegar y estacionar es casi tanto como fumar en los plenos o hacer el chihuahua —¿o es cárabo?— al estilo del alcalde de Benaoján, y lo demás son gaitas. Ni Aznar. Ni Bush. Ni el mismísimo Felipe en sus buenos tiempos. Y me río yo del Mirage de don Alfonso. Porque nadie tuvo ni tendrá poder más grande que el que supone aparcar en la puerta de la Casa de la Cultura en un día de lluvias torrenciales o bajo el sol de agosto.
Nadie se deleita más en el ejercicio del poder que algunos de nuestros concejales y concejalas cuando ven pasar los quinarios al personal buscando un hueco donde aparcar sin pagar en los párquines privados, calle Jerez, calle San Carlos, Rilke arriba, Rilke abajo, y vueltas y revueltas, mientras ellos, tan seguros, tan ufanos, tranquis y con esa carita de suficiencia que se les pone, colocan el intermitente —si es que lo ponen—, giran a la derecha, saltan el acerado rústico, encaran la puerta de la Casa de la Cultura cual miura el burladero y estacionan sus automóviles en el llanete que todos sabemos. Vamos, que ni el secretario del Papa llega a tanto.
A Palme, por decir algo, lo apiolaron unos canallas mientras hacía cola con la parienta para entrar al cine. Olof Palme, además de buena gente, era un pelín raro, todo sea dicho. Tampoco hay que exagerar. ¡A quién se le ocurre hacer cola como un ciudadano más, él que era president de toda Suecia, cuando podía haber mandado a un recadero! Lo de Olof Palme era puritito vicio: vicio por la didáctica democrática acompañado del prurito igualitario de quien se sabe con idénticas obligaciones que sus votantes. El vicio de Palme no es contagioso, desde luego. Estén tranquilos, pues, estos barandas a los que mentamos aquí y ahora, y a los que recuerdo que esto mismo, con ligeros retoques, ya se publicó hace diez años, tal vez más, sin que nadie haya puesto remedio a tamaña desvergüenza.
Así que mientras ellos y ellas se valen del cargo para eludir el caos del tráfico y obvian la sequía pertinaz de aparcamientos libres, por no hablar del euro y pico que se ahorran al no estar obligados a servirse de los párquines llamados públicos, pues eso, que usted y yo tenemos que dejarnos inteligencia y picardía para encontrar el modo de estacionar cinco minutos pendientes de las grúas, no más, y acercarnos a Correos, a Notaría o a reclamar la devolución de alguna comisión bancaria.
Este es el poder de verdad: ni procesiones, ni plenos, ni tío pásame el río: en el privilegio de aparcar en la justa puerta de la Casa de la Cultura radica la esencia del mando. De once a dos se hace el milagro. Y el que quiera ver que vea. Qué vida más diferente la suya y la mía, señor presidente, cantaba un poeta de los rojeríos de América, y yo añado: Qué vida más desigual la suya y la nuestra, señor concejal.
Ejemplo. Ejemplares. Ejemplarizantes. Ardor ciudadano. Y a ese bobo de Palme que le vayan dando. Ya le dieron.