Matronos
El origen de su trabajo se inicia cuando una pareja se ama entre un fragor de besos encendidos, caricias excitantes y gemidos muy primitivos...
El origen de su trabajo se inicia cuando una pareja se ama entre un fragor de besos encendidos, caricias excitantes y gemidos muy primitivos. Ellos, en ese momento, permanecen ajenos al grado de intensidad con la que se están produciendo en esos cuerpos, determinados intercambios afectivos, físicos y químicos.
Y cuando se inicie el concurrido maratón hacia la fecundación, puede que uno de ellos esté comiéndose una ensalada de apios mientras lee una revista especializada en obstetricia y ginecología; otro esté en el cine viendo las primeras escenas de la película The Reader y, el tercero vaya circulando en moto junto a una carretera cercana a la playa, tratando de relajarse y desconectar llevando únicamente en su mente la línea azul del horizonte.
Unos meses más tarde, alguno de ellos estará de guardia. Mientras hojea desganado el periódico del día, irá sorbiendo un café infame y, poco a poco, casi imperceptiblemente, la urgencia, los pasillos, las plantas del hospital, la sala de espera, todo irá acompasándose al ritmo lento y pastoso de la noche.
Sólo se oirá el indeciso traqueteo del carrito de las medicinas tirado por una enfermera que distribuye con precisión y escrupulosidad su mágica farmacopea; algún timbre iluminará el número de una habitación donde alguien reclamará con urgencia un analgésico, unas palabras de ánimo o una sonrisa tranquilizadora, y los ascensores se harán más pausados y en su formidable estómago sólo viajarán algún relevo de familiar, un médico con el estetoscopio cansado colgado del cuello y las últimas enfermeras vestidas de calle que acaban de concluir su turno laboral.
De repente, alguien le avisará de un parto inminente. Aplicará su ciencia y su humanidad a la situación que le acaba de entrar por la puerta y, tras hacer las maniobras protocolarias, pronto sonará el llanto de un bebé que será una bella aria a la vida, y que la madre escuchará con alegría y con emoción y con cansancio infinitivo. Luis Torrecilla, José Antonio Campos y Antonio Fernández son tres matronos que pasan su vida profesional entre lluvias amnióticas, dilataciones y cordones umbilicales.
La tensión psíquica y el esfuerzo físico necesario que se produce cada vez que asisten a un parto es incontestable.
Pero a estos tres matronos les sobran ganas y energías como para, después de su agotadora jornada laboral, montarse a lomos de varios todoterreno y, durante cinco días, cruzar el desierto del Sáhara y llegar hasta Chinguetti, un poblado rojizo con casas de barro situado al oeste de Mauritania.
Allí, a ese ignoto rincón ocre, llegaron estos esforzados sanitarios el pasado día 5 de marzo. Tienen medios de navegación modernos, pero muchas veces las condiciones meteorológicas o el azaroso trabajo de los satélites los deja entre enormes cadenas de dunas.
En ese momento apagan todos los instrumentos y sólo miran la dirección que marca la brújula de sus corazones. No les ha fallado nunca.
Llegan a las puertas del hospital de la Fraternidad de Chinguetti, y allí descargan mil kilos de material médico y farmacia.
Pero todavía no se dan la vuelta.
Nada más llegar imparten un curso sobre cuidados de urgencia en el parto, a alumnas que llegan a esa meseta perdida desde diversos lugares del país.
Cuando terminan los trabajos programados para el día, tomarán té con dátiles y se quedarán extasiados mirando un cielo muy azul asaeteado de estrellas que allí brillan con un fulgor especial.
Ese espectáculo sólo pueden contemplarlo quienes hayan abandonado las comodidades de su casa europea, hayan alargado su jornada laboral más allá de las 24 horas y no busquen compensación material de ningún tipo que vaya irremediablemente adjunta a cualquier actividad que desarrollen.
Chinguetti está entre la cúpula celeste y una meseta de polvo marciano. A ese infierno viajan de vez en cuando estos tres matronos: Luis Torrecilla, José Antonio Campos y Antonio Fernández. Allí llevan parte de progreso sanitario, forman a personal autóctono y les salvan la vida a muchas parturientas y, para celebrarlo, toman té con dátiles mirando a las estrellas.
Y cuando se inicie el concurrido maratón hacia la fecundación, puede que uno de ellos esté comiéndose una ensalada de apios mientras lee una revista especializada en obstetricia y ginecología; otro esté en el cine viendo las primeras escenas de la película The Reader y, el tercero vaya circulando en moto junto a una carretera cercana a la playa, tratando de relajarse y desconectar llevando únicamente en su mente la línea azul del horizonte.
Unos meses más tarde, alguno de ellos estará de guardia. Mientras hojea desganado el periódico del día, irá sorbiendo un café infame y, poco a poco, casi imperceptiblemente, la urgencia, los pasillos, las plantas del hospital, la sala de espera, todo irá acompasándose al ritmo lento y pastoso de la noche.
Sólo se oirá el indeciso traqueteo del carrito de las medicinas tirado por una enfermera que distribuye con precisión y escrupulosidad su mágica farmacopea; algún timbre iluminará el número de una habitación donde alguien reclamará con urgencia un analgésico, unas palabras de ánimo o una sonrisa tranquilizadora, y los ascensores se harán más pausados y en su formidable estómago sólo viajarán algún relevo de familiar, un médico con el estetoscopio cansado colgado del cuello y las últimas enfermeras vestidas de calle que acaban de concluir su turno laboral.
De repente, alguien le avisará de un parto inminente. Aplicará su ciencia y su humanidad a la situación que le acaba de entrar por la puerta y, tras hacer las maniobras protocolarias, pronto sonará el llanto de un bebé que será una bella aria a la vida, y que la madre escuchará con alegría y con emoción y con cansancio infinitivo. Luis Torrecilla, José Antonio Campos y Antonio Fernández son tres matronos que pasan su vida profesional entre lluvias amnióticas, dilataciones y cordones umbilicales.
La tensión psíquica y el esfuerzo físico necesario que se produce cada vez que asisten a un parto es incontestable.
Pero a estos tres matronos les sobran ganas y energías como para, después de su agotadora jornada laboral, montarse a lomos de varios todoterreno y, durante cinco días, cruzar el desierto del Sáhara y llegar hasta Chinguetti, un poblado rojizo con casas de barro situado al oeste de Mauritania.
Allí, a ese ignoto rincón ocre, llegaron estos esforzados sanitarios el pasado día 5 de marzo. Tienen medios de navegación modernos, pero muchas veces las condiciones meteorológicas o el azaroso trabajo de los satélites los deja entre enormes cadenas de dunas.
En ese momento apagan todos los instrumentos y sólo miran la dirección que marca la brújula de sus corazones. No les ha fallado nunca.
Llegan a las puertas del hospital de la Fraternidad de Chinguetti, y allí descargan mil kilos de material médico y farmacia.
Pero todavía no se dan la vuelta.
Nada más llegar imparten un curso sobre cuidados de urgencia en el parto, a alumnas que llegan a esa meseta perdida desde diversos lugares del país.
Cuando terminan los trabajos programados para el día, tomarán té con dátiles y se quedarán extasiados mirando un cielo muy azul asaeteado de estrellas que allí brillan con un fulgor especial.
Ese espectáculo sólo pueden contemplarlo quienes hayan abandonado las comodidades de su casa europea, hayan alargado su jornada laboral más allá de las 24 horas y no busquen compensación material de ningún tipo que vaya irremediablemente adjunta a cualquier actividad que desarrollen.
Chinguetti está entre la cúpula celeste y una meseta de polvo marciano. A ese infierno viajan de vez en cuando estos tres matronos: Luis Torrecilla, José Antonio Campos y Antonio Fernández. Allí llevan parte de progreso sanitario, forman a personal autóctono y les salvan la vida a muchas parturientas y, para celebrarlo, toman té con dátiles mirando a las estrellas.
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