El mundo universitario anda revuelto con el proceso de Bolonia. En principio, parece razonable tender a una convergencia europea que nos dote de un sistema comparable y legible de titulaciones y de créditos. Tampoco parece muy descabellado marcarse como objetivo que los universitarios sean evaluados en función de las competencias profesionales que van a desarrollar, introduciendo para ello métodos de enseñanza práctica que les acerque al ámbito concreto donde van a desempeñar su función, no necesariamente en la empresa privada. Estoy pensando, por ejemplo en los profesores de educación secundaria, en cuya formación universitaria, la capacitación pedagógica y práctica para trabajar con adolescentes brilla por su ausencia.
En realidad, más que los objetivos declarados, preocupa los no declarados y la aplicación concreta del proceso. Así, cuando llegamos al punto de la financiación, nos podemos preguntar qué significa exactamente diversificar la financiación de la Universidad. Parece claro que los diferentes gobiernos europeos llegaron hace tiempo a la conclusión que mantener el sistema público de universidades es muy caro y que había que dar entrada a la financiación privada, como de hecho ya ocurre. El problema es que quien pone el dinero también pone sus condiciones y su enfoque sobre las cosas. Nos podemos encontrar así con que la Universidad sea sólo un eficiente ámbito de formación profesional orientado a la inserción laboral. Un ámbito además más caro y elitista que, salvo se implemente una decidida política de becas, dejaría fuera a quienes no tienen recursos para costearse las que serán las nuevas llaves de un buen futuro profesional.
Una crítica recurrente es que lo que se enseña en la Universidad está muy alejado del ámbito laboral, que se enseña bajo unos parámetros de idealismo imposibles de encontrar luego en el entorno laboral. Desde luego, si no encontramos fórmulas de aplicación a los principios éticos, mal vamos, pero peor aún si directamente nos olvidamos de ellos y damos por buenas determinadas malas prácticas del ámbito laboral. Justamente, el reto de la formación universitaria estaría en capacitar para incidir en cambiar la realidad y no simplemente amoldarse a ella.
¿Dónde queda el papel de la Universidad para enseñar a pensar críticamente e innovar? Muchos se preguntarán con sorna: ah, ¿pero hay materia gris en la Universidad? Una Universidad donde muchos salen sin ni siquiera saber redactar correctamente, sin capacidad de análisis, razonamiento y resolución de problemas, una Universidad que sigue instalada en un sistema de selección de profesorado endogámico, enredada en camarillas de departamentos, una Universidad que hace tiempo perdió pie con la realidad y por tanto su capacidad para proponer o ejercer una crítica constructiva de lo que le rodea.
Desde luego es injusta la generalización, son también muchos los profesores, estudiantes e investigadores universitarios que luchan contra estas inercias, el problema es que el sistema de poder está sólidamente anclado sobre el sacrosanto principio de autonomía universitaria que lejos de fomentar la transparencia y la calidad, ha sido utilizado para esconder la mediocridad y los privilegios.
Así pues, con o sin Bolonia, la Universidad tiene que preguntarse por el papel que quiere desempeñar en una sociedad saturada de información y cada vez más paralizada por no entender lo que pasa.