Si les dijera la chispa de la vida, seguro que pensarían en la misma bebida refrescante carbonatada, capaz de sobrevivir a leyendas urbanas tan demoledoras como la que afirma que tras varios días de inmersión desintegra un tornillo. Claro que si les preguntara ¿te gusta conducir?, también coincidirían en dar el nombre de una marca alemana de automóviles de gama alta capaz de borrar negros episodios de su historia relacionados con la Alemania nazi. Del mismo modo que si les pidiera que completaran la frase “te da alas”, no tendrían problema alguno en colocar por delante la marca de bebida energética, cuyas contraindicaciones más vale no saber; o si les animara en inglés con un “just do it”, sabrían que me refiero a esa marca de ropa deportiva sobre la que existen denuncias por explotación laboral infantil en países del Tercer Mundo.
Y es que los eslóganes, esas fórmulas verbales cortas y fáciles de recordar, originales e impactantes, que se pegan a nuestro subconsciente como sanguijuelas, son el arma publicitaria que las marcas comerciales utilizan en sus guerras para disputarse la preferencia del consumidor frente a la competencia. Su origen está en la publicidad, si bien la propaganda, que no es otra cosa que la publicidad de ideologías y creencias, vio los beneficios que el eslogan podría aportarle a la hora de colonizar las mentes y memorias de sus consumidores. Los vendedores de ideologías y creencias, la política y la religión, se dieron cuenta de las innumerables ventajas de este artilugio verbal y de lo fácil que se les hacía construirlos en lugar de los trabajosos discursos basados en una argumentación sólida y en un desarrollo intelectual profundo. Quién estaba dispuesto a perder el tiempo en un esfuerzo intelectual si con una palabra o una frase eran capaces de arrastrar multitudes y arrancar los aplausos entusiastas de miles de manos sin que nadie les pusiera en duda.
La irrupción de los medios de comunicación de masas, sobre todo los audiovisuales, agudizó este fenómeno esloganero, que alcanzó su cénit en la política, al convertirse en la termomix que mezcla sin dejar grumos los ingredientes de la propaganda, el marketing y el espectáculo. Nació así el marketing político, y los Estados Unidos se convirtieron en el referente de esta manera de hacer política, que nuestro país, experto en novelería, adoptó en cuanto reconquistó su democracia.
Nuestros políticos y candidatos aprenden antes las técnicas para fabricar eslóganes que los viejos recursos de la retórica tradicional, prefieren especializarse en la venta de su imagen y olvidan la explicación argumentada de sus propuestas frente a otras opciones. Luchan encarnizadamente por plantar su bandera en la mente del elector, de quien no se preocupan más de lo que lo hacen de una valla publicitaria, una marquesina de autobús o un espacio televisivo. No hacen política, matan la política a fuerza de eslóganes.
El eslogan nace manso, pero puede volverse bravo y acometer contra su creador. Nuestros políticos, como rapsodas del eslogan, echan las asaduras en interpretarlos y exponerlos a la opinión pública de la manera más convincente posible, y tanto afán ponen que en ocasiones los electores-clientes dejan de serlo y se convierten en ciudadanos que confían en lo que les dicen. Es entonces cuando el eslogan se asilvestra y se revuelve contra su amo; lo pone contra las cuerdas, convietiéndolo en su esclavo y exigiéndole que cumpla lo dicho.
Estamos asistiendo a la rebelión de los eslóganes, que han pasado de ser perros de compañía a alimañas que esclavizan a sus dueños. Estos intentan calmarlos con prestidigtaciones semánticas para decir digo donde dijeron con rotundidad Diego. Le está pasando a la secretaria general del PSOE-A, a quien sus eslóganes sobre la erradicación de las filas del partido de cualquier imputado por corrupción se le han revuelto y le gruñen. Ahora son los socialistas, pero a todos los partidos les afecta porque no es cuestión de ideologías sino de eslóganes, y estos confluyen en una misma ideología, la de situar su marca como primera opción de voto a cualquier precio.
Piensan que son dueños de sus palabras sin saber que son esclavos de sus eslóganes.