Cuando decidió irse lo hizo tras sopesar bien todas las posibilidades. Nunca o casi nunca tomaba decisiones a la ligera. No se movía por impulsos a pesar de desearlo con todas sus fuerzas...
Cuando decidió irse lo hizo tras sopesar bien todas las posibilidades. Nunca o casi nunca tomaba decisiones a la ligera. No se movía por impulsos a pesar de desearlo con todas sus fuerzas. Y tenía muchas. Tenía mucha fuerza. Tanta que incluso llegó a querer no haber querido. No haber querido irse.
Nada podía con sus convicciones, ni siquiera ella misma que adoraba las expectativas de quien soñaba con los ojos abiertos. De quien era capaz de sacar partido de aquello tan insignificante como la sonrisa de un perro. Hizo suyos los muebles y las esquinas, a pesar de sus bordes puntiagudos. Se apoderó del aire que respiraban los demás, aunque a ella le costase digerirlo. Aunque le costase su propia respiración entrecortada. Ahogada. Se quedó con los quehaceres de la rutina diaria. La suya. La de los demás.
Y, sin embargo, caminaba tan segura de sí misma que las losas que pisaban jamás volvían a estar en su sitio. Ella sí. Siempre donde tenía que estar. Con quien debía estar. Sabiendo estar en cada momento y situación. La palabra adecuada, la sonrisa reconfortante, el abrazo de verdad. Pero ¿quién le sonreía a ella? ¿Quién la abrazaba? De verdad, ¿quién?
Decidió poner tierra de por medio. Como si las distancias se midieran en kilómetros. Como si no existiesen los teléfonos, ni las cartas, ni los pensamientos telepáticos. Pero era tan tajante que solo con mirarla ya se sabía que no había marcha atrás. Atrás ni para coger impulso. Ya lo tenía, a fin de cuentas, el impulso de empezar desde cero. Pero ocurre, que a veces, solo algunas veces, poquitas en la historia, los hados se revuelven ante tanta resolución y se niegan, como duendes traviesos a aceptar la realidad, aunque sea cruel y dura realidad.
Cuando decidió irse lo hizo tras sopesar bien todas las posibilidades. Y ya se había marchado cuando todavía estaba aquí. Aquí atrapada en un coche que se niega a arrancar el motor. En unos zapatos que aprietan hasta llenar de ampollas la piel de los pies. De los que duelen al caminar. Como La Sirenita tras conseguir sus piernas. A cambio de perder la voz eternamente.