El cine, el buen cine, además de provocarnos emociones radicales y la adhesión espiritual con algunos personajes, actúa como una fascinante, y a veces terrible, predicción del futuro. Hay películas que son auténticos faros que indican hacia dónde singlará la sociedad, otras encienden alarmas rojas que nos previenen de una futura humanidad dominada por la inhumanidad. Tal y como sucedía con los poetas en la Grecia clásica, los cineastas -los buenos cineastas- tienen algo de videntes y demiurgos, de manera que su capacidad para leer las señales de la realidad e interpretar las relaciones humanas les permite crear obras que muestran al resto de los mortales el porvenir que nos acecha. Es un atributo casi divino, que si fuera tomado más en serio, quizá ahorraría frustraciones, conflictos y situaciones que menoscaban la dignidad del ser humano.
Uno de esos videntes maravillosos es Charles Chaplin, genio que bajo el barniz del humor ha filmado algunas de las películas que mejor han retratado al ser humano y hurgado en el futuro para adelantarnos cómo íbamos a ser. Lo pensaba hace unos días repasando la famosa escena de Tiempos modernos, donde Charlot, agobiado por un ritmo de trabajo enfermizo, cae por accidente en la cadena de producción de una fábrica y acaba entre los engranajes que hacen funcionar ininterrumpidamente la gran maquinaria que sostiene el negocio. Pocas escenas tan desternillantes encierran una carga de profundidad tan descorazonadora: mientras reímos, un ser humano esclavizado y alienado por un sistema que él mismo ha creado, convertido en una pieza más de la gran cadena productiva, es engullido por los engranajes de la maquinaria sin posibilidad de escape y machacado por los enormes dientes de las ruedas de la modernidad. Charlot se convierte en carnaza para la alimaña industrial, un trozo de carne al que sacar el jugo para luego desecharlo.
Por azar vi esta escena el mismo día que se informaba de las notas de corte para acceder a una carrera universitaria en este país. En un informativo radiofónico escuché a varios estudiantes que acababan de hacer la selectividad hablando de sus preferencias a la hora de matricularse en la universidad. Sus testimonios me causaron la misma desazón que la escena de Charlot: todos los estudiantes coincidían en que elegirían aquella carrera con más salidas laborales, es decir, todos aceptaban estudiar algo que el mercado demandara. Supeditaban sus inquietudes y pasiones a las reglas del todopoderoso mercado, incluso alguno calificaba de locura meterse en una carrera sin salida profesional. Preocupa que unos adolescentes ya estén imbuidos de una visión vital tan materialista y utilitarista, que acepten sin más un sistema económico y social donde solo se reconoce el valor a aquello que es rentable para la cuenta de resultados y se desechan como inútiles -por improductivos- valores morales, espirituales, artísticos y humanistas.
Lo peor es que esta concepción utilitaria es inoculada por los adultos en la educación de sus hijos y fomentada desde administraciones, patronales y organizaciones sindicales. Todo lo que el mercado exija es bueno, así que adáptense al mercado, es el nuevo mantra. El pensamiento libre y creativo está anatemizado por el sistema consumista, las humanidades son herejías del mercado y la fosa común de los locos que quieren suicidarse laboralmente, el exilio de aquellos que con Machado piensan que es de necios confundir valor y precio. A estos cachorros del sistema nadie les dice que no hay carreras mejores ni peores, sino talentos superiores e inferiores; que la excelencia es patrimonio del individuo y podrá desplegarla en cualquier actividad que emprenda; que los buenos acaban siempre triunfando en sus profesiones por pocas salidas que tenga su elección universitaria.
Si los hombres y mujeres que han construido y embellecido el magnífico edificio de la humanidad se hubieran dejado influir por los gurús del mercado laboral, posiblemente hoy estaríamos más cerca de ser androides programados para alimentar el sistema consumista.
Charlot ya lo sabía hace ochenta años y nos advirtió con su obra maestra, lástima que sigamos empeñados en no salir de esos engranajes.