A ver por dónde empiezo. Debería hacerlo por el principio sí, pero cuál es el principio. Dónde, me pregunto, comienza esta historia que todavía no sé si debe ser contada.
Yo era una loba con piel de cordero. Silenciosa, sumisa y boba. Como el humo de un cigarrillo en un cenicero sin fumar, que está pero como si no estuviera. Que termina alejándose hacia un lado u otro sin detenerse siquiera. Sin que nadie le detenga. Sin que nadie le atrape. Porque solo es humo.
Vigilante a la vez. Con los ojos tan abiertos que pareciera que se fueran a salir de sus órbitas. Escondidos tras unas gafas de sol. Y la sonrisa puesta. No fueran a vérseme los dientes. Los colmillos afilados. Con el palo de mi escoba. La que barría de día y volaba en las noches de Luna llena. Oteando la ciudad, buscando algún resquicio de magia en donde zambullirme con la precisión de una gaviota en el océano al atrapar su presa. Volviendo de vacío. Volviéndome al vacío.
No puedo concretar cuándo comenzó este afán de ver sin ser vista. De escuchar sin ser oída. De moverme en las sombras. De ser sombra. Porque hubo un comienzo. Porque todos los inicios tienen un por qué. Porque para que prenda la llama es necesario el oxígeno. Y a mi dejó de suministrárseme. Poquito a poco. La vela que se mueve en la oscuridad queriendo ser más alta que la luna.
Cuando recobré la consciencia, era una alimaña sin forma ni color. Tan transparente que se diría agua. Que no sabe a nada, ni siquiera a agua. Había conseguido escapar por la rendija de aquella ventana que nunca cerró bien.
Atrás quedaron los recuerdos. Los que me acompañaban. Los que se me olvidaron. Frente a mi un papel en blanco donde escribir mi historia.
Yo era…. Yo…
A ver por dónde empiezo. Debería hacerlo por el principio sí, pero cuál es el principio. Dónde, me pregunto, comienza esta historia que todavía no sé si debe ser contada.