Está sonando el piano. Yo no puedo dejar de pensar que la melodía que me envuelve es imposible de bailar. Tan sólo, como mucho, mover los brazos torpemente como si quisiera empezar a volar...
Está sonando el piano. Yo no puedo dejar de pensar que la melodía que me envuelve es imposible de bailar. Tan sólo, como mucho, mover los brazos torpemente como si quisiera empezar a volar. Emulando a un director de orquesta sin orquesta. Sin batuta. A un pingüino sacudiéndose la nieve. Se incorporan los violines en un vals acompasado que mis torpes movimientos por el salón, con los ojos cerrados, para escuchar mejor la música, sólo consiguen que tropiece con los muebles para desconcentrarme a cada nuevo intento.
Sonrío con la mueca del que sabe que nadie le observa, con el pensamiento de creerme loca por perder el tiempo soberanamente entre sonido y sonido. Pero tan soberana como una reina me siento donde sólo mando yo. Donde me ordeno danzar hasta olvidar mi propia y absurda existencia. Derviche giratorio hasta caer mareada sobre el sofá y comenzar el vuelo del sueño de ojos abiertos. Es entonces cuando soy la heroína de una película de amor prohibido, la Julieta que jamás se suicidaría por Romeo, sólo la que se hizo la dormida. La que después de verle yacer inerte a su lado le besa en los labios esperando conjurar el hechizo de la Bella Durmiente, la que se marcha por la puerta de atrás para buscar una nueva identidad alejada de padres Capuletos y Montescos, de palacios y ropajes de seda. Es entonces que me convierto en la ayudante de Indiana Jones y descubro los misterios del Santo Grial para guardarlos en mi memoria y no contarlos, para que sigan buscando, para que no se agote la magia. Para que no dejen de hacer películas. Para que yo no deje de inventármelas mientras suena el piano. Mientras cantan los violines enamorados de los dedos que suavemente pulsan sus cuerdas y acunan su cintura en el cuello de su amante, asfixiándolo de pasión.
Es entonces cuando me marco un tango arrabalero de puñal en la liga, de clavel en la boca y agotada, sin aliento, decido escribir en mi diario: hoy decidí gastar mis energías, las pocas que me quedan tras las rachas de levante revolviendo insistente mi cabello, en ser feliz. Porque mi vida, cuando vive, no tiene orden ni concierto.