De niños, sin que nadie nos diga cómo, comenzamos a hacer "nuestras" las cosas, gracias al milagro de asirlas con nuestras manos. Sin apenas hablar, un día pudimos salir de aquél ensimismado mundo en virtud de ese acto de "tomar, dejar y volver a tomar".
Dicen que estamos hechos de tiempo, pero no somos nada sin un ámbito en el que movernos. Siempre recuerdo la casa de mi madre desde el pasillo en ángulo, largo, de 100 baldosas de un palmo. En un extremo la puerta de la calle y en el otro la sala de estar, la tele, el sofá, una mesa con faldón y el calor. También recuerdo como siendo aún niño, al volver tras una ausencia de un año, experimenté un placer sin igual al extender mis brazos y poder tocar "a la par" las dos paredes del pasillo por primera vez.
Los espacios se hacen en la medida que los habitamos. Una habitación en una casa es mucho más que un vacío entre cuatro paredes, es el movimiento diario y noctámbulo de sus ocupantes, ora laborioso ora ocioso, haciendo y deshaciendo, trazando líneas desde sus pies, lanzando trazos al aire con sus brazos.
Habitamos con gestos y pasos. Dentro de una casa una mesa está a la altura de nuestras manos. De igual manera un banco tiene su sitio concreto en un remanso de una calle, en un rincón de un parque, en una esquina de una plaza...solo hay que encontrarlo y colocarlo.
Somos nosotros la medida de las cosas, y construimos lugares allá por donde pasamos: en la ciudad, o en el campo. Y tras trazar senderos virtuales, descansamos, ya sea despejando un terreno para una acampada o acodalando una conversación desde las esquinas de una mesa en una plaza.
Somos constructores de lugares, y lo hacemos intuitivamente, yendo solos o acompañados y construimos luces con sombras, casas con patios, caminos entre casas, pueblos entre caminos y entre pueblos y mares... ciudades.
Para poder ser nosotros, debemos habitar. Pero habitar es morar nuestra casa y vislumbrar unas líneas que salen de ella y nos dirigen a cualquier lugar. Esas líneas las dibujan en el suelo nuestros pies y los de los demás. Pero esto solo sucede en la ciudad de verdad. En la ciudad histórica un tejido invisible es construido, día a día y año a año. Una maraña de hilos que van y vienen, que unas veces atraviesan el caserío de boca en boca y otras construyen silencios que levantan barreras como murallas.
En toda ciudad hay líneas que descubrir. Solo el que habita casa y ciudad como una sola cosa, reconoce esas “fallas” que la segmentan entre edificios, y que la imprimen, según dónde, diferente carácter: Callejones del Perchel, Ronda de Carretería, Montaña del Ejido, Llano de la Trinidad, Carrera de Capuchinos,… como nos enseñara Walter Benjamin, solo habitando... en la medida de nuestros pasos.