Ante esta propuesta, que glosa la obra de un director pésimo y un ser humano no especialmente interesante, ni ejemplar, a quien esto firma no deja de asombrarle la capacidad de explotar sus detritus que tiene el show business hollywoodense. Porque, en efecto, es capaz de convertir la basura fílmica en una pieza única bajo la coartada del malditismo de culto.
Así la pomposamente considerada “peor película de la historia del cine”, de cuyo bizarro rodaje da cuenta esta película, se ve consagrada como lo que no es. Se la inviste de una calidad y unos valores que no tiene. Una obra maldita es otra cosa. Contiene en sí misma el germen de la transgresión de fondo y forma, se adelanta a su tiempo. Haberlas, haylas. Pero fíjense que a estas no interesa darlas a conocer. Ni a sus responsables.
En cambio, a este disparate, a esta payasada filmada sin gracia, sin espíritu y sin alma por un James Franco que, en opinión de quien esto firma, parece estar más que nunca bajo los efectos de sustancias ilegales… A este engendro se le homenajea sin pudor. Y a quien lo perpetró se le rinden honores inmerecidos, aunque no se le retrate ni con una pizca de humanidad sino, como mucho, con un postureo ocurrente.
Quien esto firma no ha leído la novela de Greg Sestero y Tom Bisell que sirve de punto de partida a un guión repetitivo y lineal, con pocos gags divertidos, de Scott Neustadter y Michael H. Weber. La fotografía eficientemente, captando el clima del rodaje, Brandon Trost. Y la banda sonora, que tampoco desentona sin ser nada del otro mundo, la firma Dave Porter. Algo más de 100 minutos de metraje. La interpreta el actor citado enfatizando y mimetizándose con el estrafalario personaje.
La preceden la Concha de Oro de San Sebastián e innumerables nominaciones y reconocimientos en su imparable carrera hacia los Oscar. También, salvo excepciones como la que están leyendo, espléndidas críticas.
Tomen nota, pues. La pelota, en sus tejados.