A la mitad de una estrecha calle empedrada, una vieja y ruinosa fachada recuerda aquel vestigio de sabiduría que fue testigo de nuestra infancia. Tras la cancela, aún se conservan la fuente, ya abandonada, los restos del huerto claro y el limonero, marchito, que recibían cada día a aquellos niños que, entonces, empezábamos a crear nuestra libertad.
No sé cuántas veces recorrí aquel viaje hacia la casa de don Antonio, el viejo maestro, ni tampoco sé las veces que he vuelto, posteriormente, sobre los pasos de aquellos años irreparables. Escuchar el hilo de agua que caía discretamente, como una catarata hipnotizante, fue, durante mucho tiempo, una obsesión. Pero, el tiempo, que todo lo muda, apenas ha dejado rastro de aquella escuela de Atenas donde impartía magisterio aquel correctísimo señor, generoso y sencillo, que siempre estaba para los demás.
Cientos de jóvenes fuimos moldeados por sus manos magistrales, entre sugerencias y lecturas, jilgueros y madreselvas. Porque su palacio supuso un inolvidable lugar de peregrinaje para toda una generación que, aferrada al esfuerzo, agradecía a Dios la oportunidad de haberlo cruzado en sus caminos. Desde luego, eran otros tiempos…
No había una descoordinación entre la palabra del maestro y el crecimiento de sus discípulos, y muchos fueron sus frutos durante los años que permaneció en aquel rincón florido y encalado. Sin embargo, un día, nadie supo bien por qué, aquella luz que alumbraba nuestro universo se apagó, casi repentina, para siempre, dejándonos llenos de dudas y con un vacío inconsolable. Unos decían que don Antonio había enfermado gravemente y había regresado a su lugar de origen; otros, que había decidido abandonar el pueblo, sin mayor justificación. Lo cierto es que llegó el día en que nadie supo más de él, y tuvimos que aprender a vivir con su vacío.
Hoy, mi memoria lo revive, y los ojos se me humedecen al recordar aquellos tiempos. En silencio, he vuelto a aquella casa y solo queda la desolación de pensar en cómo se marchó aquel buen hombre. Y miro hacia delante, esperando que se abra la cancela y vuelva a aparecer aquel señor tras la puerta, mientras se escucha la quinta sinfonía de Beethoven, que tanto le gustaba. A veces, la vida se nos marcha sin despedidas, como don Antonio, quien, durante un tiempo, fue para nosotros otro milagro de la primavera.