Curioso Empedernido

Jugar con fuego

No he puesto alas a mi pensamiento para tratar en este artículo sobre la obra del principal compositor de Zarzuelas, Francisco Asenjo Barbieri, ni tampoco intento echar leña a la lumbre, sino más bien contarles algunas cosas de cómo fue la vida de mi amigo Arcadio, que nos dejó para siempre a los veinticinco años, cuando más cosas tenía que aprender y decir. Mi amigo, desde la escuela,  siempre había demostrado talento, pero un día, recién cumplidos  los dieciséis, perdió la cabeza, y se fue poco a poco convirtiendo en un bolígrafo sin cuaderno de notas. Una hoja en blanco sin historia que contar. Perdió la sonrisa  y se hundió en un silencio inexpresivo, que nos provocaba una terrible angustia por no poder hacer nada. Sus horas transcurrían monótona y rutinariamente, en la que no parecía haber motivos para esperar un futuro destino, era como si padeciera un estado cataléptico, aunque todas sus constantes y funciones fueran normales.

El que en el Instituto era un vendaval, un líder capaz de movilizar al más indiferente, parecía como si hubiera cortado de repente con la vida, hubiese cortado amarras y hubiese zarpado hacia otros mundos desconocidos.
Aunque siempre estaba rodeado de su familia y de la gente que le queríamos, Arcadio estaba solo, por mucho que nos empeñáramos, su mundo no era el del resto de los mortales. Tal vez estuviera en alguna galaxia perdida y no descubierta de nuestro universo, al menos esa era la impresión que daba.

Por mucho que reflexionábamos y comentábamos su situación, no lográbamos entender que es lo que le ocurría. Tal vez porque solo hay compresión cuando existe conexión y la comunicación con él se había roto. Incluso, en más de una ocasión poníamos en duda que Arcadio existiera  o solo fuera una entelequia de nuestra fantasía.
Habíamos consultado a los mejores y más afamados doctores de la Comunidad, y ninguno había podido diagnosticar que le pasaba a nuestro querido amigo, salvo decir vaguedades y palabras raras que nadie entendía y mucho menos podían precisar las causas, apenas percibíamos los efectos y tampoco eran capaces de proporcionarnos algún remedio para hacerle salir de aquel extraño estado.

Tanto su familia como nosotros lo probamos todo, la ciencia, la fe, la curandería, pero todo era inútil. Un soleado  día de mayo de los setenta, lo sacamos a dar una vuelta como tantas y tantas veces en su silla de ruedas. En el transistor  que siempre nos acompañaba sonaba uno de los mayores éxitos del momento Walk on the wild  side de Lou Red, y nosotros hacíamos los coros como invitando a Arcadio a unirse. Aquella tarde de la primavera del setenta y dos, los cuatro que siempre le acompañábamos en sus silenciosas excursiones, nos habíamos desplazado a nuestra Playa del Rinconcillo y estábamos como en un privilegiado balcón, asomados a nuestra hermosa Bahía.

De pronto, algo nos llamó poderosamente la atención, porque nuestro amigo que siempre permanecía inmóvil como una estatua de mármol,  lanzó un grito gutural entre la rabia y la desesperación, giró la cabeza y nos miró fijamente durante algunos segundos para después caer a plomo hacia delante y dejar de respirar.
Tal vez, su corazón se había cansado de jugar con el fuego de una existencia perdida, y nos había dejado con aquella canción que seguía sonando en la radio, para que no nos olvidáramos nunca de aquel paisaje, de aquella música y de nuestro amigo.

Nota: A todos los que  hace treinta años, ante un golpe de Estado en este país,  volvimos a apostar por la libertad y la democracia.

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