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Lecciones de Watergate

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La muerte de Mark Felt, el artífice en la sombra del caso Watergate, saldado con la dimisión del presidente Richard Nixon en 1974, no sólo devuelve la figura de Garganta Profunda al primer plano de la actualidad, sino que reabre uno de los más viejos debates de la prensa: ¿existe el periodismo de investigación o lo que existe realmente es un interés calculado de las fuentes? Para los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein, del diario The Washington Post, que alcanzaron la gloria con su trabajo en el caso Watergate, y para otros periodistas que siguieron sus pasos, puede ser que sea ése el debate, pero para el público lo importante quizá sea sólo el resultado.

Las investigaciones sobre el Watergate y otros casos posteriores ponen de relieve que sin fuentes interesadas resulta poco menos que imposible destapar grandes escándalos, por muy alta que sea la porfía desinteresada de los periodistas.

Lo que sí necesitan todos es un medio de comunicación solvente que difunda las investigaciones. Y esto, que parece lo más fácil, en un mundo atomizado de medios, resulta que no lo es. En primer lugar, porque a la hora de la verdad, por muchos soportes que haya, este tipo de asuntos siguen estando en manos de los periódicos, con lo cual el número de medios idóneos para narrar las historias se reduce considerablemente. Y en segundo lugar, porque el control que ejercen los poderes políticos y económicos sobre los grandes grupos que concentran la mayoría de los medios es cada vez más sofisticado, incluso en países donde hay prensa de tendencias que al menos se libra de la presión de algunos entornos de influencia, a la conquista de un espacio propio de libertad. Quizá nos ayude una pregunta a entender mejor lo que pasa: ¿si ahora ya no hay tantos casos como el Watergate, es debido a que todo el mundo es bueno o, por el contrario, eso tiene relación con el silencio de las fuentes, el aburguesamiento de los periodistas o la falta de independencia de los medios? Felt, por si acaso, descubrió con 92 años que era Garganta Profunda, y lo hizo a cambio del dinero que le pagó la revista Vanity Fair, lejos de toda forma de romántico idealismo.

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