Jerez

Descreencias

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Ya no creo en ningún dios, ni en la patria, ni en la bondad espontánea de los mercados. Son tres ficciones neuróticas ingeniadas por la debilidad inherente al ser humano, por sus miedos y desamparos ante el vacío desgarrador de la única certeza posible: somos seres para la muerte; la vida es una viudedad permanente.

En esa tríada de manufacturas culturales no he encontrado consuelo, sino hipocresías y, apenas, un poco de arte y dinero para sobrevivir. Y todos los días al despertar, cuando con la lentitud de las heridas mal cicatrizadas se desvanecen mis pesadillas y mi cuerpo se encamina directo al rebaño, he de hacer un esfuerzo casi heroico para no dejar de creer en el ser humano. ¿En qué creer, entonces?

La democracia empezó como un modo avanzado de vida. Es, antes que otra cosa, una filosofía basada en la razón y en el destronamiento de los mitos que pone al hombre frente a los espejos rotos y le obliga, inevitablemente, a responder interrogantes esenciales: ¿qué queremos ser durante el breve paréntesis de tiempo del que disponemos?, ¿qué queremos hacer con nuestra libertad personal, previa a cualquier instancia de poder porque es inmanente a cualquier persona?

La gran paradoja de estas incógnitas existenciales es que no podemos resolverlas solos. La democracia parte del individuo, lo reconoce, lo elogia, lo envuelve en un haz de derechos inalienables, celebra sus cualidades.

En suma, lo dignifica. Sin embargo, este encumbramiento de la individualidad emancipada de ataduras no tiene otra meta que llegar al entramado social para construir en él -no en los cielos, ni en los palacios regios, ni en los parlamentos republicanos, ni en el parqué de las bolsas- el medio donde todos podamos vivir en paz con nosotros mismos y los unos con los otros.

Y es entonces cuando, por entre la grieta del espejo partido, se desvela la cara oculta de la libertad proclamada: hay también deberes; hay también responsabilidades que asumir.

El individualismo surge con la democracia, pero se ha transformado en su hijo pródigo y caprichoso porque hemos olvidado la vertiente social de nuestra existencia. El paulatino acceso del hombre medio a un cierto poder adquisitivo y la generalización del bienestar material, obra sagrada (inteligente) del capitalismo fordista, ha diluido el sentimiento de pertenencia comunitaria hasta derivar en el fenómeno sociológico contemporáneo más acusado en las democracias occidentales: la debilitación de los centros de referencia que ayudaban al hombre medio a formarse su “identidad social” porque tenía fe en ellos.

Y esto trae consigo el surgimiento de un modelo cultural que está resultando devastador para los grupos más frágiles y que ya ha empezado a afectar a las clases medias: sin el lenitivo de la salvación ultraterrena, arrojados al juego macabro de la libérrima competencia ultraliberal y sin poder político prestigiado y garante de la justicia social, el hombre de hoy está a merced de un creciente nihilismo. Es un narcisista. Es carne para la depresión. Es un muerto que respira.

¿En qué creer, entonces? Ya no podemos aferrarnos a las certidumbres antiguas: dios no existe, el mercado es egoísta y excluyente, partidos políticos y sindicatos han sido fagocitados por un sistema insaciable que han contribuido a alimentar con la fe que los creyentes depositaban. ¿En qué creer?, gritamos desesperados… Se hace tarde. Mañana me esperan las aguas limpias de Bolonia. Ascenderé a la cima de la duna. Y contemplaré la masa arbórea devorada por las minúsculas arenas vivas.

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