Septiembre es el mes de las mentiras, las que nos decimos a nosotros mismos tras las vacaciones conlos propósitos de cara al nuevo curso, y que siempre incumplimos. Que si apuntarnos al gimnasio o hacer a diario footing, que si hacer una nueva dieta, que si aprender inglés y dar clases de baile flamenco, que si remodelar la decoración o cambiar el color de las paredes, que si intentar un ascenso laboral o, al menos, aferrarnos a ese trabajo ante la más que posible regulación de empleo.
Quizás este último motivo sea el que marque la mayoría de nuestros propósitos para este nuevo curso, que pueden resumirse en uno: buscarnos como sea las habichuelas para vivir con unos mínimos de dignidad. El recién iniciado no es precisamente el curso de los sueños, más bien será el de apretar los dientes y defender lo que poco que nos queda. Eso parece decirnos la decisión de ese ente opaco y chanchullero, el COI, que ha desmontado el engaño colectivo de que unas olimpiadas en Madrid era la varita mágica para un país que lleva muchos años ya aculado en tablas. Además del varapalo olímpico, el curso arranca con el espectáculo obsceno de pagar por un futbolista casi 100 millones de euros mientras nos toman el pelo en una rueda de prensa eufórica, que parecía anunciar el fin del drama del paro para quedarse todo en 31 personas desempleadas menos. Eso sin contar los malabarismos de unos cuantos para escurrir el bulto de tesoreros corruptos o la campaña de cirugía plástica política para mostrarnos a la nueva presidenta andaluza como la solución definitiva a los problemas de Andalucía a pesar de haber sido la número dos en el gobierno del que ahora quiere distanciarse.
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Y septiembre es el mes en que se ha inyectado una dosis más de injusticia en la arteria principal de la civilización occidental, Grecia. Allí el gobierno, como sicario de las órdenes de los rescatadores, ha legalizado la venta de alimentos caducados en los supermercados, eso sí, debidamente etiquetados y acotados en lineales para pobres. Se da por hecho así que la comida caducada hace menos daño en estómagos pobres, o si lo prefieren, que los intestinos con mayor poder adquisitivo no se merecen lo que sí se merecen los que apenas tienen nada. Me imagino que lo siguiente será añadir en los rótulos de los lineales de los hipermercados helenos, junto al de “carnes”, “lácteos” o “conservas”, uno de “comida para pobres”, o incluso poner cajas específicas para la gente que compra esos productos caducados. Demencial. ¿Por qué quien no tiene dinero debe señalarse públicamente yendo a la zona de alimentos caducados? ¿No existen alternativas más dignas y menos bochornosas para garantizar la alimentación de los ciudadanos?
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Los empobrecidos griegos -porque les han convertido en pobres contra su voluntad- son como los esclavos que su paisano Platón describió en el mito de la caverna. Están encadenados por un rescate financiero que ellos no han pedido en la cueva de la casi indigencia mientras ven reflejadas en la pared las sombras de otro mundo provocadas por la hoguera del neoliberalismo más salvaje, la avaricia y la especulación financiera; sombras que les repiten continuamente que así no pueden pertenecer a su mundo. Y los empobrecidos griegos asumen las condiciones impuestas, ahora la de comprar alimentos caducados y exhibirse públicamente como pobres. En el mito platónico uno de los esclavos escapó y descubrió la mentira, comprobó que había otra verdad, y regresó a la cueva para contar a sus compañeros lo que había visto y liberarlos. El filósofo remató la faena de su mito con una reacción violenta de los esclavos hacia quien quiso liberarlos, que fue asesinado por ellos.
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Si Platón levantara la cabeza en este mes de septiembre, seguro que su primer propósito para el nuevo curso sería reescribir el final del mito para que los esclavos rompieran sus cadenas y salieran de la caverna dispuestos a recuperar su dignidad como hombres y mujeres. Porque el derecho a vivir dignamente no tiene fecha de caducidad.