Un Cristo pequeño
Llueve mansamente en la tarde plomiza del primer sábado de Cuaresma. Tras un breve descanso soleado, de nuevo el tiempo no da tregua y vuelve a impedir el final de la campaña aceitunera, que se ha visto bloqueada por inclemencias diversas. Por si fuera pequeña la crisis general, se desploma ...
Acudimos a los cultos de la Hermandad de la Humildad y Silencio. Hace frío y humedad; es algo habitual en este templo. Los cofrades de la Hermandad han situado a su imagen titular en un sobrio calvario iluminado por hachones y ciriales, ardiendo en ellos cera color tiniebla. Al pie, los cuatro evangelistas relatan la muerte de un Cristo pequeño.
Pequeño y humilde, silente. Una imagen que atenaza el alma, por su gesto trágico e inane, por su grácil figura perdida en una estilizada cruz arbórea. Es el crucificado más pequeño que procesiona en nuestra Semana Santa.
Quizá -como pensaba aquel gran investigador y cofrade que fue Rafael Ortega y Sagrista- ya lo haya hecho en otros siglos cuando era titular de la hace tiempo extinguida cofradía jaenera de las Cinco Llagas que radicaba en sus últimos años en el desaparecido convento de San Agustín.
Un Cristo pequeño cuya muerte no fue espectacular. Pero en su cruz brilla el misterio. Ya en el culto pienso que todo lo que vive puede morir, pero no así lo que es, en sí mismo, vida. Porque creo que ese Cristo pequeño tiene el secreto de la vida. Dice el oficiante en su homilía que: “la mayor tentación que tenemos los cristianos en este momento singular es el desánimo”. Y entonces miro a ese Cristo pequeño y humilde y sé que el desánimo es tan sólo de aquellos que no conocen su aceptada pequeñez para hacernos eternos. En esa muerte de cruz, aprendemos a vivir con sabiduría y verdad.
Martin Heidegger, el fundador de la fenomenología existencial, proponía la necesidad de: “ver en la muerte la clave interpretativa de todo el existir, y no sólo su punto final”. Los cristianos, vemos en la muerte, de un Cristo pequeño y humilde, la derrota de la propia muerte. Y esa es nuestra muerte y nuestra vida.
Y al día siguiente vamos a San Félix de Valois porque la Hermandad de la Santa Cena pone fin a su triduo cuaresmal. Prodigioso altar el que han preparado sus hermanos para el culto. El misterio de la Cena está espléndido junto al presbiterio, acogido en un imponente dosel de damasco escarlata rematado con una artística moldura dorada, escena que me hace recordar un gigantesco cuadro del Prado. Es armonioso el conjunto, catequético. Sólo tengo ojos para mirar la grandiosa representación de aquélla cena pascual.
El predicador del culto habla encendidamente sobre la cultura de la muerte que caracteriza a un amplio sector de nuestros conciudadanos. Y dice que los cristianos debemos defender la cultura de la vida.
Porque ese Cristo pequeño, hoy reunido con los discípulos para celebrar la Pascua, es un Cristo vivo que ha vencido a la muerte. Al oír al oficiante yo me asombro de la gigantesca contradicción de muchos cuando dicen sufrir por tanta muerte injusta provocada en las guerras, y, sin embargo, quedan impasibles si una madre, en base a una inaceptable libertad de decidir sobre su cuerpo, condena a muerte a la criatura indefensa que vive en su seno. Ciento veinte mil nasciturus a los que se impidió vivir el pasado año en España.
Nadie puede decretar la muerte de un ser humano. Y debemos decirlo claro. El Cristo en que creemos, vino a regalarnos la vida y no la muerte. Somos testigos de su esperanza y no víctimas que se defiendan de una psicosis de estado de sitio permanente por los que no toleran nuestra fe. Ni actitud defensiva, ni acomplejamiento, ni huida de la realidad. Testigos firmes de nuestro Cristo, el que se hizo pequeño, como nosotros, tan solo por amor.
Un Cristo pequeño, rey de la vida y no de la muerte. Un Cristo manso y callado. Como su Hermandad del Martes Santo, que siempre se ha distinguido por su humildad y silencio procesional. Son dos atributos de la grandeza.
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