Publicidad Ai
Publicidad Ai

Desde la Bahía

El arte de ser pacífico

El pan nuestro de cada día está en la calle. sobre todo, de modo práctico

Publicado: 26/05/2024 ·
19:10
· Actualizado: 26/05/2024 · 19:14
Publicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai Publicidad Ai Publicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai
Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

VISITAR BLOG

Ser pacífico es ser un árbol con raíces de creencia, tallo de obediencia, ramas jerarquizadas, diligentes flores y frutos de débil corteza, para no incidir erosivamente en los paladares más diversos. El que nos dulcifiquen este carácter desde el balcón de la bienaventuranza no nos hará capaces de separarnos del barro en esta vida.

Para orar están los templos, pero cada día hay menos gentes postradas en ellos. El pan nuestro de cada día está en la calle. sobre todo, de modo práctico. El estómago no entiende de teorías, ni de teoremas. En el principio de los tiempos el ser humano interpretó como destierro y correctivo la necesidad de trabajar, sin comprender que aquello de “ganarás el pan con el sudor de tu frente” era ponerle en la mano el medio inefable para conmutar esa especie de condena inicial. Se ha llegado a hablar, y aún en ocasiones se dialoga, sobre la dignificación e incluso para los creyentes, la santificación por el trabajo, pero la palabra “paraíso”, si no se comprende bien lo que debe ser y es Dios, nos acerca más al ocio y al relajo que a un estado diligente y de actividad. Fraudulentamente se ha puesto en un pedestal la pereza. No hay flores a su alrededor. Las hojas son folios oficiales con los que se intentan recoger el fruto de las subvenciones y dictados que den “legitimidad” a la “okupación” de espacios de todo tipo sin esfuerzo laboral, ni aportación de diezmos. La España vieja, tahúr, zaragatera y triste sigue sin querer olvidarnos, aunque las voces oficiales sigan con su ya eterno pregón triunfante.

Hemos vivido, hasta ahora, bajo el manto impermeable de unos mandamientos que no hemos sabido utilizar. Las verdades y los deseos responsables de superarse día a día son válidos vengan de donde vengan, bien sean creencias o ideales de grupos. Vivir es algo más que una monotonía existencial. La vida física, del cuerpo, se pierde con la muerte. No es suicidio, sino apoptosis, es decir, hecho orgánico programado. La otra vida, la de relación con el medio que nos rodea y con nosotros mismos, sin referencia espiritual tan denostada en la actualidad, se somete a suicidio cuando no se tienen aspiraciones, responsabilidades y sentido del esfuerzo suficiente para no renunciar a ser supremo en todos los capítulos de la existencia.

El milagro, vocablo que queremos arrinconar en el espacio de la fábula, es algo cierto, palpable y de presencia diaria en nuestras vidas. Pero para verlo es preciso tener los ojos bien abiertos, contraer con fuerza los parpados y observar simplemente como el agua del cielo, tras la sequía, transforma la pobreza vegetal en reino.

Que severa y fuertemente suena la sentencia “no matarás”. La palabra “matar” la considera absurda y despreciable una sociedad actual, blanda y aterciopelada que ha resucitado la palabra empatía, dispersándola con desmedido afán desde el ser humano al total del mundo orgánico y vivo. Las familias en reducción progresiva en cuanto al número de vástagos han crecido gracias a las mascotas. Los animales obligados a hacernos compañía, reciben a cambio un estilo de vida y un cuido inconmensurable. La frase “llevar una vida de perro” que antes indicaba una existencia desgarradora, habrá que cambiarla ahora por “llevar una vida de humano”. Hay un trato de fondo, un trato verbal tan exquisito como frágil en sus cimientos y las palabras cariño, amor, "”mi vida” o “mi alma”, entre otras muchas, las llevan calcadas, sin papel carbón, el innumerable número de móviles existentes, que las manos continuamente teclean, las mismas manos que soportan pancartas pidiendo se alargue el número de semanas en la ley del aborto para poder llevarlo a cabo. Los abuelos guardan silencio en sus residencias de ancianos. Nos tenemos que acostumbrar al giro que lleva la rueda de la vida, que pisa con igual calzado un camino de rosas que uno de excrementos.

Vuela el águila sin necesidad de palmear sus alas, intenta hacernos creer que el aire es un sólido suelo. Se enrosca el alma en el mundo de los sentimientos, queriéndonos hacer creer que es la más transparente luz en la calle de la existencia. El “farolero divino” procura que esta claridad continue al anochecer por las vacías calles y bancos de las alamedas donde la pareja de enamorados cruza sus miradas en silencio y solo se oye el aliento de la amada, el sonido precursor del beso. Pasean los sentimientos, siempre perennes en esta vida, soñando con su eternidad. La vida, con este prisma que refracta la alegría en un haz de felicidad, se genuflexa llena de admiración ante los mandamientos indicados por su Dios. Pero esta realidad es tan momentánea, tan leve, que no deja tiempo para recrearse en ella y las calles regresan a su ser actual, algarabia, manifestaciones, denuncias, juzgados, leyes, enfrentamientos, insultos, resentimiento, envidia u odio. Los hogares, a pesar de que hace tiempo que cerraron puertas y ventanas, no pueden evitar que penetre en sus aposentos este aire enrarecido que lleva sellos de lucha y división y que amenaza, como meteorito, que puede colisionar y destruir en algunas de sus vueltas por el espacio al que emocionada y entusiásticamente llamamos España, que acabaría disgregándose. Le estamos haciendo guiños a una vieja y coqueta dama “la política” que intenta rejuvenecerse y mostrar un rostro agradable a expensas de precisar un profuso maquillaje, que los que hemos elegidos, sin experiencia en cosméticos, al hacerlo, le dan aire de palidez de cirio.

Estamos de luto. No nos hemos vestido de negro, porque este luto está en nuestras retinas que no aciertan a ver y transformar el rostro de España. No sabemos curar heridas a pesar de nuestra larga tradición sanitaria y los bordes de la misma no tienen capacidad para coartar inflamados de tristeza  y con la serosa secreción que una hiel “memoria democrática” drena día a día, sin que se vea que pueda tener un fin. Estamos hartos de factores de riesgos radicales, nacionalistas, independentistas, ultra azules o rojos, que oponen a diario resistencia a una terapéutica, que paliase al menos de modo provisional nuestro mal hasta encontrar su tratamiento definitivo. Por amor a nuestras creencias, a nuestros familiares y a nuestro prójimo en su totalidad, movilicémosno. Sin brusquedades, sino con el gel suave de nuestra “papeleta votante” mandamiento terreno, pero válido para que nuestro carácter pacífico, no nos lo hagan sinónimo de necedad o ineptitud. La paciencia, aunque no la use, conoce la ira y ésta, a su vez, la violencia. No despertemos a quien debe guardar sueño eterno. Dejemos en su hueco lo que debía ser una excepción (las dos España y el independentismo, etc.), sin tener que lesionar las reglas de unidad y convivencia. Que alguna vez se vea que nuestra “edad democrática” se ha ungido de sentido común. Ser pacífico, sería entonces un arte.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN