En zapatillas, confinado, del sofá al balcón y del balcón a la nevera, probablemente no estará de acuerdo conmigo en que
la crisis sanitaria ha acelerado el tiempo de manera frenética. Pero lo ha hecho. La información pierde su vigencia con la misma rapidez con la que una bala abandona el fusil. La evolución de la pandemia, desbocada y preocupante, nos ofrece una sucesión imparable de titulares catastróficos a una velocidad de vértigo.
Las previsiones de las autoridades sanitarias no se cumplen porque los escenarios que barajan quedan desbordados, al minuto, por una realidad arrolladora y cruda. La sensación desde la redacción es que
no tenemos las riendas de la situación y, lo que es peor, no parece que vayamos a tomar el control de manera inminente. El incremento de contagiados y el de fallecidos corta la respiración. Es inevitable que todo esto que sufrimos hoy
tenga consecuencias en el futuro.
En todos los órdenes. Desde el ámbito más estrictamente personal, al político e institucional. En éste último, se han producido
dos desengaños en un muy corto espacio de tiempo que marcarán el futuro inmediato de España. Por un lado, Pablo Iglesias, y con él
Unidas Podemos, ha demostrado que es absolutamente prescindible. En el momento en que el país necesitaba unidad, lealtad y responsabilidad, el líder de extrema izquierda ha actuado de manera tan negligente que lo que sorprende es que siga ostentando su cargo ministerial todavía, como si tal cosa. La actitud de Iglesias en el Consejo de Ministros del pasado sábado 14 le retrata como alguien sin sentido de Estado y cegado por la ambición y el poder.
Pero, lo peor no es eso. Lo realmente preocupante es la
falta de sensibilidad y el cuajo suficiente para copilotar este Gobierno. Está condenado. Ninguno de los ministros de Unidas Podemos tiene responsabilidad alguna en la gestión de la crisis.
No hay ni rastro de su ideario en las medidas de choque para hacer frente a las devastadoras consecuencias de la pandemia. Y el acuerdo suscrito con Pedro Sánchez para los Presupuestos Generales del Estado es hoy papel mojado. A nadie extrañaría su salida del Ejecutivo. De hecho,
resulta difícil entender por qué sigue y para qué sirve su Vicepresidencia a estas altura.
Quien también sale cuestionado de todo esto es el Rey. Felipe VI ha repudiado a su padre, envuelto en un feo asunto de comisiones y faldas que han dado al traste con más de 40 años de buena reputación de la institución. Las revelaciones sobre la trama y las posibles implicaciones de Juan Carlos se han producido c
on un país en estado de choque, confinado, angustiado, falto de líderes. El frío discurso del martes
dejó helados incluso a quienes defienden la institución a capa y espada. Hoy, no. Tampoco mañana. Pero cuando todo pase,
tal vez tengamos que hacernos algunas preguntas y obligarnos a responderlas.