El estado de alarma ha sido duro. Pero no por haber permanecido en casa, claro, que no es, desde luego, una heroicidad. Ha sido duro por haber asistido impotentes a una tragedia que, si no pudo evitarse, al menos pudo minimizarse. Sea como fuere, la nueva normalidad, impuesta por el capricho de la naturaleza y un condenado virus que ha frenado en seco la globalización y el girar frenético del mundo, será insoportable.
Durante la desescalada se han visto tímidamente ganas de volver a salir a disfrutar de la calle, de restaurantes y bares, y de la compañía de amigos y familiares, pero es imposible no pensar en tantas vidas truncadas. La congoja atenaza. Ni siquiera el Gobierno es capaz de dar una cifra exacta y, por lo tanto, honrar la memoria de los fallecidos y sus familias con dignidad.
El resto de nuestras vidas estará marcado por estos 98 días en los que se han frustrado proyectos y el dolor se ha sufrido en soledad, por riesgo de contagios. Sin abrazos, llanto ahogado, sin una mano a la que asirse.
La incertidumbre pesa como una losa. Uno tiene la impresión de que había que aprovechar el confinamiento porque lo que viene después será espantoso. Los economistas no se ponen de acuerdo sobre si la crisis que está por venir será más o menos corta y más o menos devastadora.
Por el momento, Cáritas atiende ya al doble de familias que antes del decreto del estado de alarma. El sector turístico tiene dudas y, si a mediados de julio el negocio no pita, quienes saben de esto dicen que habrá que dar por perdido el año definitivamente.
Todo ello según esté disponible finalmente una vacuna pronto o el virus regrese en otoño con fuerza, algo que los especialistas consideran probable. Nos salvará entonces las lecciones aprendidas con la muerte de más de 40.000 personas. Aprendida la lección, dicen, mitigaremos los efectos de una nueva ola de contagios. Ya comienza a verse cierta capacidad de reacción con rebrotes en China o Alemanía, en San Fernando y Algeciras.
Pero el miedo estará presente. Tardaremos en sacudírnoslo. Cada vez que nos ajustemos la mascarilla recordaremos, además, que seremos menos libres. No vienen buenos tiempos para emprender, mudar o amar. Seremos más pobres, incluso quienes salen más ricos de la tragedia, porque tendremos mucha menos capacidad de elección individual en todos los ámbitos.
Es imposible ser optimista porque si uno no es consciente plenamente de todo cuanto ha perdido en estos tres meses largos, basta con echar la vista atrás y recordar aquel tiempo antes de que comenzara nuestro tránsito por el infierno.
Hay que hacer un esfuerzo. Seguir adelante. Luchar. Sobrevivir. Tratar de recuperar emociones y crearse nuevas ilusiones. Sortear los obstáculos. Pero, ¿podré evitar soñar en las próximas largas noches de verano con aquellos días felices de marzo, antes de que se desatara el caos, cuando todo era posible?